16.4.08

Dos textos inéditos


Estaba buscando archivos para borrar del disco duro y me encontré con estos dos textos inéditos, originalmente escritos para Letras Libres que no vieron luz. Ha pasado el tiempo, yo tenía una beca del FONCA, una columna en Milenio y me sentía rudo, joven, y pesaba unos diez kilos menos.

Será la nostalgia, o la distancia -ambas, supongo- pero hasta me acuerdo con quiénes fuí a ver estas obras -con Nóe Morales la de Kane, él consiguió las entradas, y con Chías y su padre la de Legom en el estreno de La Gruta, después con la Faesler y Mario Bellatín en el Carlos Lazo, y La piel con Mónica Raya- para volver a casa en los Llanos de Apan, mediante el autobús de media noche que había que buscar en lo más oscuro de la estación Martín Carrera y escribir las notas críticas después de sendas discusiones sobre los espectáculos ofrecidos con los amigos.

Quizá no deba decirlo, pero estas críticas me gustan como me gustaron en su momento. De poco me arrepiento.


Del nuevo canon dramático

Ante la acostumbrada lentitud de la cartelera teatral para ofrecer producciones sustantivas y novedosas al comienzo de año, resaltan dos puestas en escena marcadas por la experiencia del hecho escénico bajo la luz de una dramaturgia contemporánea, de origen experimental, aunque recientemente suscrita a los cuadernos canónicos.
Se trata de la conclusión de temporada de Pscosis 4:48 de la dramaturga inglesa Sarah Kane, bajo la dirección de Ignacio Ortiz, con Laura Almela, Ana Graham y Arturo Ríos, en el Centro Cultural del Bosque; y la reposición de la obra De bestias, criaturas y perras del dramaturgo tapatío Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, con Beatriz Luna y Rodolfo Blanco, dirección de Alberto Villarreal, en reciente proyecto teatral en el añejo Carlos Lazo de la Facultad de Arquitectura.
En Pscosis 4:48 se diluyen las peripecias tradicionales del hecho escénico a favor de un retrato mental, en realidad un claustro, ni siquiera un laberinto, en el que se suceden rasgos de expresión personal que alcanzan altos registros dramáticos a partir de la afectación de la autora, quien se ahorcó a los veintiocho años, en el hospital en que estaba siendo tratada después de una congestión por barbitúricos. En la obra vamos de la indagación biográfica hasta la metáfora del dolor y la ansiedad entre los jóvenes de las sociedades vigentes.
Sin embargo, la metáfora no logra separarse del tejido de los acontecimientos escénicos por el apego de la autora a cierta psicología espuria –la enfermedad, el deseo agónico– que resulta tautológica, a veces, ni los cambios de voz en los oficiantes, o la múltiple caracterización de personajes logra concretar las emociones propuestas en un texto que no tiene asignación de enunciantes, tampoco indica el número y género de los actores. Por ratos este desorden origina confusión en la fértil convención teatral, lo cual probablemente desciende de la energía de los actores, pendular en ciertos cuadros escénicos.
En arbitraria simplificación, Nietzsche afirmaba que hay dos tipos de hombres, el genio o el maldito, el nihilista o el cínico. Es curioso que el personaje masculino en De bestias, criaturas y perras, sucumba tan ampliamente ante la afectación de este testimonio, que no hace sino sostener espléndidamente una obra aparentemente simple: un hombre y una mujer conversan, se visitan, a propósito de un bebé, un trabajo probable (muy probable), y un curso de carpintería por correo.
La dramaturgia de Gutiérrez Ortiz Monasterio se explica a sí misma a partir de una práctica de choque entre las características de sus dos personajes, lo cual no implica, que las imágenes de la puesta en escena y aun el discurso dramático pertenezcan al reino del “imposible verosímil” de Aristóteles ni que pueda captarse por medio de una dialéctica hegeliana o de cualquier otro sistema lógico basado en el principio de contradicción.
Como sucede en toda tradición literaria, en la dramática nacional o extranjera, lo marginal se mueve, se aproxima –no todo y no todo el tiempo– hacia el centro, trepa al trono después de la democrática tradición de la ruptura. Acaso cuando Gutiérrez Ortiz Monasterio estrenó De bestias criaturas y perras en un pequeño salón de la ciudad de Querétaro, en una reunión de dramaturgos, era un casi inédito autor de provincia, a penas hallazgo de la crítica, por fuerza genio incomprendido. A sólo tres años de distancia se ha situado, con Chías, Escalante y González Mello como la renovación de la dramaturgia mexicana contemporánea, ya sin la necia perspectiva generacional, que se ha perdido en los anaqueles de críticos y académicos.
Entre Villarreal y Ortiz, los directores de las obras referidas, la significación de la puesta en escena se aloja en la explosiva renovación de las vanguardias del teatro contemporáneo, su vértigo de utopía aplazada, desde Kantor hasta Castelucci, pasando por Robert Bob Wilson y Peter Brook: los transformadores de las teatralidades globales, quienes han perpetuado el gusto por la tradición que se compromete a renovarse, la dictadura de lo actual para nada está lejos del teatro mexicano. Tampoco es coincidencia que sean directores de escena, los autócratas del régimen. Por fin, después de siglos, la dramaturgia está al servicio del teatro y no al revés.
De este modo en estas dos dramaturgias no hay, por ejemplo, preocupaciones decididamente ideológicas, de un teatro con espíritu masificador, que habla de problemas sociales y se convierte casi en documento informativo. Estamos frente a la ausencia de producciones magnánimas, de presupuestos decorativos, el definitivo regreso a la palabra, en ella la convención imaginada y posible, exiguos movimientos y trazos actorales, escenografía, luz, ornamentos reducidos a lo indispensable, ausencia de matrices de representación explícita o acotación, los mínimos personajes, mejor dicho, los menos actores, y relación temporal con el texto espectacular, tendencia al minimalismo, a volver a la catacumba, y por lo tanto irremisible destino: reducción de público, salas de veinte personas, taquillas insuficientes, obligación subsidiaria.
Algunos de estos rasgos, al combinarse, originan lo que el crítico e investigador argentino Jorge Dubatti llama “canon de la multiplicidad”, puerta al abismo posmoderno, renovación del ejercicio ficcional de un teatro que se rejuvenece con dramaturgia local o importada.


La piel

En el concierto del teatro mexicano, las mujeres, en este caso dramaturgas, han tenido un papel destacado más por calidad que cantidad. Desde la segunda mitad del siglo XX mexicano, la tradición de dramaturgia femenina está cimentada en tres figuras primordiales que se sucedieron la hegemonía del oficio: Elena Garro, Luisa Josefina Hernández y Sabina Berman. El habitual relevo generacional arrojó con el nacimiento del siglo XXI la obra de Ximena Escalante, quien adquirió relevancia, éxito en taquilla y crítica sobretodo con la obra Fedra y otras griegas. Parecía entonces la heredera al trono de las mujeres escritoras de teatro en México.
Con la obra actualmente en cartelera, La piel, Escalante confirma lo que anunciaban sus montajes recientes (Yo también quiero un profeta, Te odio y Colette), anécdotas sencillas, con personajes que habitan atmósferas de aparente cotidianidad, y cierto esnobismo tedioso que se traduce en conflictos casi inverosímiles para la mayor cantidad de anónimos que acuden al teatro. En esta ocasión la premisa del texto se centra en la fiesta de cumpleaños que ofrece el personaje principal a sus cuatro amigos. Con la intención de que consumen sus ambiciones epidérmicas primero lo acarician, luego relatan lo que hay en sus sueños a propósito de la piel, y cada quien concluye escenificando un monólogo de un producto imaginario para la dermis, que podría venderse al público. Sin embargo no complejiza el asunto de la sensibilidad corporal, ni completa la metáfora de la piel y las relaciones humanas; ni siquiera evoluciona hacia un discernimiento erótico. Tampoco estamos en presencia de una obra que busque alejarse del realismo, ni que indague, por su estructura, un tratamiento renovador.
Se vuelve un catálogo de referencias: las cicatrices, la piel de los animales usados en textiles, las vendas que ocultan el cuerpo, y algunas observaciones raciales, que tampoco logran contundencia en la ficción. La dramaturgia es circular y hacia el final, el tema de la piel, la sensibilidad y el dolor quedan como un montón de anotaciones fútiles donde la frivolidad es característica principal.
Al lento tratamiento dramático, centrado en la preeminencia de acción temática que propone Escalante, el concepto de dirección de Miguel Ángel Gaspar sucumbe ante el pudor con que oculta sistemáticamente el uso de los cuerpos –incluso con el actor Claudio Valdés Kuri– que aunque aparece desnudo en una escena, no trasciende en la progresión del montaje. Además de cierta tautología en la cual los intérpretes quedan atrapados porque no logran ir más allá de la estridencia del grito o la confusión coreográfica. Aunque el fenómeno dramático perezca ampliamente, la dirección desprovee a la propuesta de cualquier contenido inquietante o francamente trasgresor.
Las limitaciones de un elenco, cuya enunciación retórica y sobredramatización no permite la consecuencia de las relaciones que van tejiendo los personajes, ni el conflicto que se proponen, encuentra su punto crítico en el trabajo de los actores Valdés Kuri, Miguel Ángel López y Kaveh Parmas. Acaso destaca la aparición de Fabrina Melón y por momentos la de Katia Castañeda, con mayor oficio, y lejos del cliché de sus compañeros.
La piel representa el ambicioso esteticismo del teatro contemporáneo fincado en la investigación espacial (en este caso escenografía, iluminación y vestuario de Mónica Raya) y la pulcritud de un diseño ornamental discreto, pero relevante. Gran parte de la “modernidad” teatral está en el reto escenográfico. Para La piel es cierto que los elementos visuales y sonoros funcionan, pero cuando aparece el cuerpo del actor, todo cambia: por atractiva que sea la imagen, la escena bidimensional con puertas traslucidas al fondo, y el uso ocasional de una pantalla como escenografía, presenta los mismos problemas que el decimonónico telón de fondo. Frente a las sofisticaciones propias de los conciertos de rock y otros espectáculos masivos, ver que un actor engancha un arnés para subir unos metros, y que los actores mueven un par de sofás cada vez que la obra adquiere un nuevo protagonista, resulta casi premoderno.
La producción está a cargo de la compañía Teatro de Ciertos Habitantes, cuya característica principal desde su nacimiento en 1997 es representar al teatro mexicano en la escena internacional; por lo cual sus realizaciones se han denominado como “teatro para festivales”. Una agrupación que con los montajes memorables De monstruos y prodigios, la historia de los Castrati y El automóvil gris, ganó no sólo fama y giras por el mundo, sino el reconocimiento de un conjunto que piensa en un proyecto teatral a largo plazo, y por lo tanto aspira a trascender la inmediatez de una puesta en escena. Desafortunadamente La piel no logra traducir sobre el escenario el impulso de vida que contiene la propuesta de grupo.
Escalante apunta en el programa de mano: “esta obra tiene sensibilidad. La puerta de entrada a todo lo sensible y, por eso, un camino directo a la verdad”.
El espectáculo promete más de lo que otorga, como la dramaturgia de Escalante, a quien las instituciones culturales, y el ritmo habitual del teatro nacional encumbraron prematuramente.

Enrique Olmos

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