2.3.16

Ramsés Salanueva, la carcajada de vida

Como muchos saben, hace pocos días murió el poeta hidalguense  Ramses Salanueva (de influenza, sí, de influenza), con quien me unía una dilatada amistad, especialmente en mi adolescencia y sus tiempos como promotor cultural (cuando se inventó las Jornadas Culturales Efrén Rebolledo, en Actopan, que tarde o temprano terminará llamándose Actopan de Salanueva) y también en esas primeras lecturas y contactos entre incipientes autores locales, donde se debatía más la forma que el fondo de nuestras creaciones.
Hasta Actopan llevó a Monsiváis, Gutiérrez Vega, Cuevas y Domínguez Michael entre otros muchos artistas de renombre, para contaminar de experiencias creativas su tierra, a la que amaba y a veces odiaba profundamente.
También a los herederos del propio Efrén Rebolledo, artistas avecindados en Noruega, con quienes departiríamos en un inglés salpicado de resbalones, que curiosamente no se agudizaba con el paso de la bebida, todo lo contrario. Eran tiempos de aprender, a su vera, las vicisitudes de la política cultural y la dureza de esparcir la semilla del arte y la cultura en territorios no siempre propicios. Además de periodista y poeta, Ramsés fue un hombre dedicado a pensar la cultura como un derecho; ilustre de la necesaria descentralización.
Me lo presentó Juan Carlos Hidalgo, “él es Ramsés Salanueva, el poeta de la voz bronca”. Después se nos diría, “es el Lezama Lima del Valle del Mezquital”.
Recordaré su carcajada abierta y furibunda, eco de una vitalidad que acaso no supimos aprovechar, exprimir, llevar al límite, tan metidos en el trabajo y las cosas de la vida cotidiana; mohíno rostro y gran corpulencia que lo hacían parecer un gigante enfadado; al poco tiempo de conocerlo Ramsés era la gentiliza y el afecto, la generosidad y la carcajada. Recordaré al poeta, en esa antesala de su casa en Actopan, una especie de oficina en la que conversamos tardes enteras, en los pasillos del mercado de su pueblo cuando la resaca nos obligaba a buscar un caldo de barbacoa, sus anécdotas con otros escritores y las peleas monumentales con políticos y funcionarios menores. Enormes suéteres tejidos con estambre, la mirada fija por encima de las gafas antes de dar una respuesta brillante o levantar un insulto clamoroso frente a algún espíritu menor. Escurridizo en fiestas y reuniones, estentóreo ante la noche, amante del buen (y también del mal) trago y de la charla punzante, compañero de prostitutas y seres indómitos, vivió y escribió alejado de la fama literaria, del reconocimiento y acaso fue el periodismo (ese refugio, más que vocación) donde alcanzó mayor visibilidad.

Abriendo archivos y correos, copio un fragmento de su poema Resaca (enviado en febrero de 2010),

Tengo dolores amigables y placeres terribles.
Tengo palabras que nunca germinan y flores exhaustas de sexo.
Tengo luces muertas sumidas en la opacidad de la noche.
Tragedias invictas contra el destino de los hombres.
Dioses y mares embravecidos. Una navaja que corta el horizonte,
aunque nunca de manera infinita.
Tengo síntomas relacionados con la peste,
la angina curtida de alcohol,
verdes ojeras, y un pequeño rayo de fe,
para espantar las tinieblas, del amanecer,
donde se saludan los ladrones, y se abrazan los diablos,
ahí, acurrucado en el portal de la vigilia,
en la misma consecuencia que por sí sola,
sostiene el caudal infalible de los malos sueños…

Y su último mensaje, que me conmueve y rompe esta mañana singular, decía: “cuando regrese, me gustaría conocer a tu hija, es bueno saber que algo de ti perdurará; me avisas, cabrón”.
De ti, querido poeta, perdurará una literatura por descubrir, una figura por reivindicar y sobre todo una carcajada altísima, como un relámpago de regocijo, una señal de vida en la memoria de quienes te conocimos y apreciamos. Hasta siempre, amigo.