15.3.14

Maya (2001- 2014)

Era una mancha blanca que corría por los Llanos de Apan. Es uno de los recuerdos que tengo de ella, corriendo a toda prisa en la inmensidad del verde. 
Saber que Maya era el mejor Gran Maltés (una raza única, extraordinaria) que haya pisado tierra firme, es otro de mis recuerdos, sin duda el más objetivo. Su inteligencia estaba muy por encima de la media y su habilidad para trepar también. Y tenía por costumbre ponerme de buen humor. 
Hace no mucho leí el estudio de la psicóloga Andrea Beetz sobre la oxitocina y el cerebro de los perros domésticos. Se hizo evidente una intuición de todos los que hemos convivido con estos bichos extraordinarios, segregamos las mismas sustancias y activamos las mismas regiones del cerebro que cuando nos enamoramos. De algún modo, uno se enamora un poco de ese ser indefenso que nos pide comida y cariño, mueve la cola y enloquece cuando nos ve.  
Además, acariciar a nuestros compañeros reduce el estrés, crece el sentimiento de apego y nos ofrece (como me decía una amiga) esa tranquilidad manifiesta de alta intimidad: No nos juzgan, nos aman y no esperan nada a cambio (o muy poco). Es todo lo que nos gustaría que fueran las personas. Cuanta razón.  
A Maya y a mi nos gustaba salir a caminar en especial después de la lluvia y regresar exhaustos, ella a beber agua en los múltiples recipientes que tenía al alcance y yo a escribir. Ir hasta el escritorio para poner en pie una obra de teatro, responder correos electrónicos o alimentar algún proyecto. Pasamos largos ratos en silencio, cada quien a lo suyo, examinando el mundo a nuestra manera. 
Quizá ella intuía que detrás de algunos personajes y tramas estaba, de un modo inconsciente ella se hacía presente en lo que tecleaba. En muchas de mis obras aparecen perros o gatos (ella era una mezcla de ambos) y no faltan referencias a su raza.  
Algunas veces pienso que yo no soy más que el alter ego de los bichos que me ha tocado cuidar y querer. Que me utilizan para expandir sus mensajes, sobre todo en obras de teatro para públicos específicos. 
Ella dormía plácidamente (y en los últimos años roncaba, vaya que roncaba) mientras yo escribía o buscaba el rastro de algún roedor o lagartija (se sabe que su raza es la mejor para atrapar ratas y ratoncillos), de un insecto intruso o las migajas del almuerzo, un cacahuate entre las sillas, incluso los sobrantes de frutas y vegetales. Maya tenía una dieta muy equilibrada, desde muy pequeña pidió comer como yo, incluso mejor porque le gustaba el brócoli. 
Al vivir lejos o ante la inminencia de los viajes no siempre pudimos estar juntos. Estuve tentado a llevarla conmigo a donde fuera, pero era tan feliz en el campo, con toda la llanura abierta a su merced y los demás perros amigos, esos cómplices suyos que seguramente la envidiaban porque dormía adentro y su familia, nuestra familia, de la que se adueñó enseguida, en especial del cariño de mi abuela a quien cuidó hasta su muerte. De mi hermano Cristofer a quien acompañó en las noches de sueño y vigilia, frustrando el ataque de monstruos imaginarios y de pesadillas. Y de mi madre, a quien hizo abuela hace trece años. A veces ellas dos se mimetizaban, de tan cercanas, de vivir tan a la par, la una para la otra.  
Maya siempre que pudo me acompañó fielmente, atenta mirando por la ventana desde el sofá - ella fue testigo de varios que pasaron por esa sala y acaso destructora de más de uno - y en época de frío (en las tardes y noches del altiplano hidalguense, casi siempre) buscaba sitio junto a mi. Si me distraía un poco, me robaba el sitio y se quedaba con mi silla. 
Así comprendí que debía encender la chimenea cada vez que Maya estuviera presente, en especial con el paso de los años, pues se hacía más susceptible al frío. Frente al fuego se dormía otro rato o reposaba la cena. Ahí al borde del sofá, lo más cerca del calor, mientras crujían los maderos de los árboles que ella misma había visto desde su privilegiado balcón, que lentamente se convertían en ceniza, como ella ahora, que reposa en una hermosa urna de mármol que aún no me atrevo a mirar de frente. 
Gracias por tanto, Maya.




3 comentarios:

virnalizi dijo...

Hola, nunca te conté que un día Mayol mordió severamente a una persona que nos caía mal? jajajaja vivía aún con Xen fingimos sentirnos preocupados por el en ese momento mientras alabábamos a la perrita! jajajaja abrazo enorme Olmos!

Mamá está harta dijo...

Estaba embarazada, el mono este le quería tocar su panza a fuerza. Le abrió el labio jeje. Mayol tan hermosa, se que tuvo una buena vida.

Enrique Olmos de Ita dijo...

¿De qué persona habláis? Decidme...