Qué paradoja, el cáncer nos unió y
ayer, nos separó definitivamente. Como muchos saben se fue Itzel Navidad
(artista al completo de la escena sinaloense y nacional), de quien puedo decir
fui su amigo, confidente y cómplice en los últimos años. Ella quería que le
escribiera un monólogo sobre la enfermedad, sobre el cáncer de mama y
especialmente sobre la fugacidad de la vida, lo frágil del cuerpo, contendor
imperfecto.
Se creía que había superado la
enfermedad y parecía que todo iba de maravilla, pero justo el día que nos
reuniríamos en una cantina de la Ciudad de México para hablar sobre la obra,
establecer una ruta crítica, convocatorias y demás, un dolor de cabeza punzante
y agresivo le impidió llegar a la cita.
Esa noche terminó en el hospital y lo
siguiente fue saber que había metástasis y el desenlace de la historia es de
suponerse.
Lamento su muerte, me duele mucho que
alguien con tal vitalidad y lucidez, libertad y belleza (en el sentido más
amplio y también en el más profano) se haya ido, mientras pululan por aquí
conservadores, personas sin ganas de vivir, que no se atreven, llenos de culpas
y resquemores, atados a miedos ancestrales.
A Itzel la impulsaba un sentimiento
máximo: disfrutar el presente y entregarse sin tibieza a su oficio, como si de
un modo inconsciente supiera que tenía menos horas que el resto de su
generación, quizá por eso amaba la noche y cultivó toda clase de amigos que
hoy, en diversos puntos del país y del mundo le lloramos.
La conocí en Pátzcuaro en un encuentro
de teatro escolar; después la vi prodigiosa en Mérida en una obra de Arístides
Vargas (dirección de Saúl Meléndez y diseño de espacio de El Mosco) y se
convirtió en esos amores imposibles, mujeres que por su talento en las tablas
pero también por su sencillez y humildad ante el oficio te hacen suspirar,
soñar con escribirles algo, una parte de tu voz en la suya.
Recuerdo que el maestro Alejandro Luna
(coincidimos en un café internet, hace doce años no había wifi en todos los
hoteles), después de aquella función en el cálido teatro de Raquel Araujo, me
dijo: Esa mujer es fuego, más que la obra me interesó la protagonista.
Efectivamente Itzel era fuego, la
belleza que quema, pero también la intensidad de la inteligencia y la
honestidad a flor de piel. No puedo evitar sentirme triste al abrir los correos
y leer sus cartas. Algún día querida Itzel (lo prometo en este balcón público)
terminaré esa obra que te prometí y será actuada por otras muchas mujeres
libres y enérgicas, las decenas de Itzeles que aún quedan para hacer de este
mundo fugaz algo mejor, algo menos estático e hipócrita.
Yo tampoco quiero desperdiciar ni un
segundo más, si de algo sirve la muerte es para reafirmar este trozo de vida; y
te abrazo también, siempre.
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