5.3.07

Beethoven y Kant en un karaoke

Viaje al centro de la estética

Lo bello es el objeto de un placer desinteresado. Kant.

Un hombre de más de cincuenta años, desenfadado al ritmo de ron o vodka, a mitad de un escenario semicircular, con el enorme vientre apunto de reventar la camiseta deportiva, roja y de manga corta, el cabello relamido con adhesivo-cabello-cráneo y la mirada puesta en la letra de una canción que José José hiciera un éxito antes de yo naciera, Amiga, hay que ver como es el amor que vuelve a quien lo toma, gavilán o palomaTe baje la cremallera del vestido y tú no me dejaste casi hablar. Con micrófono en mano, el hombre –sin dejar por completo de mirar la pantalla por la que circulan las palabras mal escritas de la canción– trata de encaminar su melodía a una joven obesa, uniformada en púrpura que canta al unísono, sentada a unos metros del figurante. La imagen bulle belleza.
Según Gabriel Marcel, en un testamento que Beethoven redactó prematuramente, hizo la siguiente advertencia: "Recomendad a vuestros hijos la virtud; sólo ella puede hacer feliz, no el dinero. Yo hablo por experiencia; ella fue la que a mí me levantó de la miseria; a ella, además de a mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado con mi vida a través del suicidio." ¿De qué extraño mecanismo vital dispone el arte para que el genio no acabara con su vida antes de tiempo? ¿Dónde encontrar esa experiencia que nos hace pensar la vida como algo menos estúpido de lo que en realidad es?
Lo que hoy, tantos siglos después de Platón llamamos arte –en concreto, el arte musical, por ejemplo– era para L. Beethoven un modo extraordinario que le permitía situarse en el mundo a partir de un crisol en el que ciertas formas exhibían una belleza (perfección de sentidos, diría yo) sorprendente y además comunicaban de alguna manera a cierto grupo de seres humanos un mensaje más o menos común.
En tiempos en que todo cabe en el cajón de sastre del posmodernismo, donde las definiciones abundan sólo la multiplicidad, la única certeza que tengo (a partir de esas lecturas kantianas) es que el arte no es propiedad de los artistas. Acaso es una habilidad más, que ha de ser acogida con gratitud y en forma de diálogo entre el creador, el objeto artístico, la sociedad y con ella el contexto en que se producen. Las obras de arte no se "hacen" o "producen" –contra lo que a menudo se afirma– se rescatan del mundo, se eligen, se aíslan, se ajustan (el orden y genio del artista interviene entonces) y surgen nuevamente, se regresan al mundo, re-vueltas, reflexionadas.
Es decir, el arte, o mejor dicho la condición artística de la que están hechas las cosas, está en el mundo, habita en él desde siempre y para siempre, es eterno –como Dios, en campos de la mística– y el artista lo encuentra –en una búsqueda compleja, más de las veces prorrogada por circunstancias varias, que potencializan el hallazgo– y las pone al servicio de una habilidad, de una técnica para que renazcan, emerjan nuevamente, en formas susceptibles de experiencia y goce humanos. Si puede, el artista crea lo conocido, lo representado, el objeto, el horizonte de toda experiencia posible, la arquitectura universal y objetiva de la naturaleza. Desde Kant, y con él Berkley, Fichte, Schelling y Hegel entre otros, edifican el salto idealista de la modernidad: como en la teoría artística romántica, el sujeto ya no es espejo, sino candil o lámpara que, detrás de su desbordamiento, desde la interioridad del sujeto, abre el afuera, proyecta el espacio y el tiempo, el tejido de los objetos de nuestra experiencia.
Beethoven solía deambular por el campo antes de componer. El contacto con la naturaleza encendía su “inspiración”, quizá porque veía al mundo, y los seres que lo habitan, como huellas de Dios –en el amplio sentido, el que no se reduce a una terminología religiosa– y podía entender su mensaje y dialogar con ellos.
Esta idea del arte como una actividad dialogada explica que Beethoven fuera muy consciente de que era un genio y reclamara para sí el trato que merecía y, al mismo tiempo, se mantuviera humilde y arraigado a cierta espiritualidad. A la par, en la dimensión estética kantiana, el sujeto se emancipa de una acción orientada hacia un logro particular. Por otro lado, el conocimiento estético se mueve sin conceptos, sin el imperativo de una demostración conceptual o justificación lógica del singular contenido de belleza del objeto “bello”.
Entonces la belleza no expresa al objeto en sí mismo, no revela así un concepto universal y necesario que determine lo bello de una cosa, o de una situación –hablando de teatralidades, o de sentido escénico– sea ésta un lago, una rosa, un paraje nevado o un señor con micrófono en mano, rechoncho y probablemente divorciado, cantando en las comisuras de la Córdoba nocturna, desafiando todos los sonidos posibles en un karaoke casi inverosímil. Por tanto, el objeto bello no posee explicación, es indefinible, inútil y gratuito. No es efecto de un concepto ni, de una finalidad, simplemente está en el mundo, a veces suena a canción de los ochenta y tiene un hálito alcohólico.
Regreso a la imagen bizarra que me dio pie a Kant y Beethoven, porque de vuelta a casa, después de la “experiencia estética” en el karaoke, mi cabeza no paró de sumergirse –malamente, estaba (muy) borracho– en esta clase de especulaciones sobre la condición estética del hombre. Me sentía feliz y agradecido con la vida por haber profanado ese piso pegajoso y sucio. Aprovecho y hago un recuento del viaje que nos llevó, a un grupo de actores cordobeses, y el pintor peruano Erick Miraval, acompañados del imprescindible compositor Oliver Rappoport (infaltable en esta clase de casos), a una marcha colmada de peripecias, con motivo del cumpleaños de Beatriz, una actriz de Montilla que prepara una obra sobre un sacerdote pederasta.
Baste decir que la primera escala fue el “botellón” de un parque cordobés, cerca de Ciudad Jardín, donde los jóvenes se reúnen civilizadamente, por decenas, a beber vino tinto con limón, embasado en plástico. Todos, hasta los policías, conviven sin mayores sobresaltos.
El camino al karaoke fue casi interminable: al final de una avenida silenciosa y gris, de edificios idénticos, mucho después de la plaza de toros, a un costado de la autopista hacia Granada, en un local pequeño, cuyo nombre creo recordar como Chandas, un viejo antipático, moreno y regordete, con una cicatriz grotesca entre la mejilla y el cuello, ataviado con una camisa multicolor y el cabello largo atado por detrás, se identificó como el portero –también era camarero, dj suplente y animador ocasional– para negarnos el acceso al sitio, “porque no me gustan sus caras”, argumentó. Mi estado no permite precisar si se trataba de una broma o de un insulto. Tardamos en entrar después de una negociación que incluyó la cólera del joven Miraval. El sitio oscuro y realmente pequeño, donde una docena de hombres mayores, según nuestra percepción divorciados y alcohólicos, ocupaban la mayor parte de las mesas, mirando sin más la escena musical, que, dicho sea de paso, constaba de una escenografía peculiar: una cesta de nimbre guardaba polvosos y largos troncos artificiales.
La iluminación amarillenta centelleaba. Al fondo, a un costado de la barra y del escenario, una pantalla gigante exhibía las canciones y su respectivo video-clip, en caso de que la canción no lo tuviera, una coreografía de personas en traje de baño, que parecían estar en una sesión de aerobics, solazaba la imagen. Dos altavoces gigantes colgaban por encima de la concurrencia. Nuestra mesa –con una sola silla– a unos pasos del servicio. Un hombre –suerte de animador involuntario– nos instigaba a cantar –a los tres latinoamericanos– “una canción de los panchos”. Una mujer afromericana, varios centímetros mayor que yo –en todas las extensiones posibles del cuerpo humano– me detuvo antes de entrar al baño para darme un papel insignificante que se me había caído del bolsillo; su torpe castellano, en monosílabos, mi lerda embriaguez y una canción en altos tonos flamencos iniciaron mi paranoia. No entendía nada, no me esforzaba por advertir, ni pensar demasiado. Estaba solo. Supuse que me asaltaría; en el mejor de los casos, sólo me violaría. Un miedo atroz me recorrió el cuerpo. Al final, sólo quería hacerme un favor, miré lo que agitaba su mano, volvió la paz. Todo era absurdo, todo era estridente por real y estúpido, es decir, bello.
Algunas canciones eran realmente memorables por triviales, de las que puedo recordar y conozco, destacaron No controles mis vestidos, no controles mis sentidos, pasando por Lo-co-mía y corazón espinado de Maná. Desde luego, los intérpretes estaban a tono con el lugar. Un joven muy orondo, de extensas carnes, nos deleitaba notas de amor, abriendo lo más que podía la boca, imposible no pensar que se tragaría el micrófono de hule espuma en un acorde. Un coro de adolescentes ebrias leían con retraso las letras de una canción desconocida. Los viejos nos veían cantar con lascivia (sobre todo a mis acompañantes). Al fondo del lugar una pareja de tres –desde luego, dos borrachos por una mujer– se peleaban a gritos. La camarera, algo enfadada y distraida, estaba muy ocupada acomodándose las tetas en el estrecho uniforme rojinegro y no me cobró la cerveza.

11 comentarios:

Patti dijo...

1. No sé qué le harías a la camarera para que no te cobrara. Sabemos que eso de la amabilidad no es tu fuerte.
2. Sabes que soy la única persona en el mundo con pretensiones de violarte. No te vuelvas paranoico.
Me gustó el post. Ya era hora de que escribiese y no plagiases.
Muxu handi 1.

Anónimo dijo...

¿para eso querías irte a Sapian? mal, muy mal, deberías estar leyendo...
Muy entretenida tu disertación.

Saludos de Gatsby.

Anónimo dijo...

Sublime el lugar...
¿Cómo era la cámarera? estaba buena?
hayquir.

Anónimo dijo...

Fichte, se escribe Fichte no Fitche. Increible!!!! Tremendo jumento resultaste.

Anónimo dijo...

Está bien escrito, imbécil...
Y deja tu nombre, puto anónimo d emierda...

Pablo Michaus

Anónimo dijo...

Me gustó, pero me perdí cuando comienzas a filosofar, no estoy hecha para esas disertaciones...

Numie Rosada te manda un beso. Seguí

Anónimo dijo...

Me gusta la conceptualización de tus ideas sobre la belleza, aunque te contradigas diciendo que no son necesarias para aceptarlas como tal. Si el arte según estas condiciones propuestas ya se "encuentran" en la realidad, ¿porqué es necesario hacer "arte"?, hablas de una esencialidad o condición artística de la que están echas las cosas, es mejor entenderlo como potencialidad. Si hablas de un diálogo entre artista y objeto artístico suprimes al "degustador" de este objeto. Según lo que digo, ¿no es necesario “crear” (recodificar) la materia prima extraída de la realidad, pues ya es arte de antemano y porque se suprime la necesidad de entendimiento?. Bueno, fuera de estas cosas, lo pasamos estupendamente aquella noche estos tres a los que trataron de llamar vanamente sudacas, y que en base a recuerdos fragmentados somos capaces de deambular sobre este esperpento llamado Córdoba. Un abrazo . PD: Lo bueno del arte es que abunda en contradicciones, y nos llena de contrastes.

Anónimo dijo...

Me gusta la conceptualización de tus ideas sobre la belleza, aunque te contradigas diciendo que no son necesarias para aceptarlas como tal. Si el arte según estas condiciones propuestas ya se "encuentran" en la realidad, ¿porqué es necesario hacer "arte"?, hablas de una esencialidad o condición artística de la que están echas las cosas, es mejor entenderlo como potencialidad. Si hablas de un diálogo entre artista y objeto artístico suprimes al "degustador" de este objeto. Según lo que digo, ¿no es necesario “crear” (recodificar) la materia prima extraída de la realidad, pues ya es arte de antemano y porque se suprime la necesidad de entendimiento?. Bueno, fuera de estas cosas, lo pasamos estupendamente aquella noche estos tres a los que trataron de llamar vanamente sudacas, y que en base a recuerdos fragmentados somos capaces de deambular sobre este esperpento llamado Córdoba. Un abrazo . PD: Lo bueno del arte es que abunda en contradicciones, y nos llena de contrastes.

Enrique Olmos de Ita dijo...

Querido Miraval, esto se dice:
"el arte no es propiedad de los artistas. Acaso es una habilidad más, que ha de ser acogida con gratitud y en forma de diálogo entre el creador, el objeto artístico, la sociedad y con ella el contexto en que se producen. Las obras de arte no se "hacen" o "producen" –contra lo que a menudo se afirma– se rescatan del mundo, se eligen, se aíslan, se ajustan (el orden y genio del artista interviene entonces) y surgen nuevamente, se regresan al mundo, re-vueltas, reflexionadas".
No se habla de "escencialidad", sino de que el arte está en el mundo, la tarea del creador es revelarla. No hya mucho más. Fue una excelente noche, cuando la vida suena a algo más que modorra.
Abrazo

Derviche dijo...

"Me gustó el post. Ya era hora de que escribiese y no plagiases". (Muxu handi 1).

Pues yo no estaría tan seguro de eso, yo noto un fragmento robado por aquí...

Anónimo dijo...

¿Cuál? dinnos...

Besos ...