23.11.06

Rafael Spregelburd

Rafael Spregelburd:
La ficción no suele salvar vidas
ni cambia el destino de los planetas

Por Gabriel Brito

"El Arte Vivo". Gaceta bimestral de arte. Nov-Dic.

Conocí a Rafael Spregelburd en el mes de Julio, durante la Cuarta Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia, en Querétaro. Su apellido -Spregelburd- me pareció impronunciable, por lo que sostuve un juego fonético cada vez que hacia referencia a él los primero dos días de su taller.

El argentino Spregelburd es un hombre joven de semblante gentil, vestimenta casual, discurso directo y sin titubeos. A su llegada, los teatristas fumadores han de apagar sus cigarrillos para cumplir la prescripción médica que le fue hecha a Rafael por un problema de salud.

“Lo que llamamos personajes no son más que puntos de vista” es una de las primeras afirmaciones que escucho de este dramaturgo, actor, director de escena y traductor; entonces comienza su charla amena y apasionada; a los diez minutos de escucharle tengo la seguridad de estar ante un artista al que debo entrevistar para nuestra publicación en Acapulco.

Los teatristas lo rodean al finalizar cada clase. Procuro acercarme y conversar; consigo intercambiar algunas palabras pero es poco el tiempo. Sucede entonces la magia cyborg (según Donna Haraway) cuando pido su e-mail y prolongamos la comunicación a través de un espacio híbrido entre máquina y órgano vivo.

Aquí va mi segunda entrevista oficial en esta gaceta, para beneplácito de unos y molestia de otros, también realizada vía internet.

Gabriel Brito (GB): “El teatro es juego, es lo contrario de lo real”, escuché de ti esta frase durante una conferencia en Querétaro, México; a mediados de Julio de este año. En ese momento me pregunté algo que ahora externo: Si el teatro es lo contrario de lo real, ¿qué es para Rafael Spregelburd, lo real, en relación al teatro?.

Rafael Spregelburd (RS): La cita correcta es de un artículo de mi colega Javier Daulte. En él, Daulte escribe:

“Freud decía, hablando del juego de los niños y del por qué del juego, algo lúcido y singular: lo que se opone al juego de los niños no es la seriedad, sino la realidad. Entonces, si el teatro es juego y el juego existe porque se opone a la realidad, ¿cuál es el afán de conciliar la realidad con el teatro? Y cuando hablo de realidad no hablo de realismo, que quede claro, sino de cierto recorte del mundo, del universo simbólico y el imaginario. Por tanto afirmemos: El teatro tiende a oponerse a la realidad. Este es un primer axioma.”

Daulte desarrolla a ultranza la hipótesis de que el teatro –para ser realmente importante como fenómeno, para ser teatro y no empezar a ser cualquier otra cosa (sociología, terapia o antropología seudocientífica)- debe entender su misión como herramienta lúdica de conocimiento del mundo. De lo real. Una obra de teatro sobre un tema puntual de la realidad (se más o menos general o más o menos coyuntural) no es nunca una buena fuente de información sobre ese tema. Pero tienen un mérito fundamental: tanto creadores como espectadores saben, pactan, que toda afirmación categórica allí está en tela de juicio.

Imaginemos estúpidamente por un momento una obra sobre Bush. Bush existe fuera de la obra, con determinados atributos, signos, y connotaciones. Dentro de la obra, lo que existe es la certeza que los espectadores tienen de que ese Bush que veremos es el falso. Por eso podemos jugar con él. Y en ese juego asumimos determinadas responsabilidades (Daulte las llama “compromisos” con las reglas del juego). Pero cuando la obra se termina, ese Bush se termina. Y sólo queda el otro. Cuyos atributos o connotaciones se mantienen intactos.

No es la metamorfosis del tema (el referente real del teatro) lo que nos conduce a él con avidez. Es la forma, el procedimiento lúdico por el cual todo tema se puede tornar ficción.

Supongamos que en esta obra de la que hablo, este Bush fuera muy, muy malo. Lamentablemente el parecido con el referente haría que el juego fuera muy poco jugable. Pero ahora imaginemos que este Bush fuera muy bueno. Potra vez el peso del referente haría que dijéramos que la obra es “irónica”, pero una vez más el juego es poco tentador. En vez de decir lo que ya sabemos, se dice lo contrario, pero guiñándonos un ojo para que entendamos que se habla de lo blanco para mencionar lo negro. Ambos procedimientos son pobres, son tributarios y esclavos de la realidad con la que pretenden jugar.

El teatro debe crear otra realidad. Más intensa. Más bella. Más loca. Con sus propios atributos, connotaciones. Debe crear una red interna de asonancias, consonancias, rimas; lo que yo llamo un sistema biológico (vivo) complejo. En este sentido, y yendo a tu pregunta, lo real no tiene mucha importancia en el teatro, y los que hacemos teatro tenemos relativamente poco derecho a opinar sorbe un tema de estudio tan ajeno a nuestra materia.
Pero ya que tanto los periodistas, como los políticos, los filósofos o los científicos dan su versión sobre este asunto, espero se me permita dar también la mía.Y cito para ello una idea que me parece muy atinada, un concepto que le escuché explicar al filósofo argentino Eduardo del Estal: “La realidad es la resistencia de las cosas a todo orden simbólico”. O, para entendernos mejor: la realidad es la resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas.
Hablamos en un mundo, vivimos en otro. Y entre ambos hay una muralla.

Sin ponerme estrictamente psicoanalítico (no es lo mío, créanme) debemos reconocer que entre el hombre y el mundo existe un muro infranqueable. El mundo es percibido por el hombre a través de estructuras, de operaciones lingüísticas. El mundo es percibido a través de la “escena”. La escena, las escenas, existen antes de que cada uno las habite, las transite. Pero en las ficciones, el campo de estas escenas se amplía; y en tanto no entrañan peligro real para el sujeto (el juego es convencional) todo el campo de lo real se vuelve un objeto bao la lupa del teatro. Todo es analizable y desmontable, siempre que no se pretenda que las verdades que surjan de este método (lúdico y no científico) duren mucho más allá de la finalización de la obra.

El teatro que me suele interesar es siempre un teatro de lenguaje. Entendido en un sentido amplio, claro está. Me desaniman las entrevistas que me preguntan por el “tema” de tal o cual obra. El tema no es tan importante, o lo que es peor, los temas de la “escena” son sólo tres o cuatro: el deseo, la sexualidad, la muerte. Esas instancias para las cuales los organismos no han desarrollado aún lenguaje que los abarque.
Todo buen teatro amplía los límites del lenguaje de lo pensable: ésa es la misión de las ficciones, creo yo. Pero su método es lúdico: no es científico, no es responsable, no es moral, no es verdadero ni falso.

GB: Dice Harold Pinter (autor de quien eres el único traductor autorizado para el idioma español) “No hay grandes diferencias entre realidad y ficción”. ¿Podemos desprender de esta afirmación que cuando Pinter habla de la realidad, hace una diferencia entre ésta y el realismo?.

RS: Evidentemente. El realismo no es más que un estilo que ha tendido a confundirlo todo, pero apenas un estilo más, tan válido como otras vanguardias o retaguardias. Pinter afirma que en la realidad pocas veces uno es capaz de decir por qué está en determinado lugar, o cuáles son sus objetivos en determinada situación.

Recordemos que este supuesto “realismo” (tal vez originado en todos los equívocos de Stanislavsky intentando montar a Chejov) está basado enormemente en la suposición de que el teatro es un complejo estético que intenta contar una historia desde múltiples puntos de vista (los personajes) y a éstos les atribuye un objetivo, objetivos parciales, un superobjetivo, etc. Si pensamos en Pinter veremos que no hay nada más alejado de su teatro. ¿Qué quieren sus personajes? Apenas sí pueden afirmar dónde están, o a qué intereses responden. Y sin embargo, ¿por qué nos seducen tanto las situaciones de los personajes de Pinter, y de todos los autores que apoyaron esta línea tan poco ortodoxa en materia de diseño de personajes y situaciones?.

Si me preguntan a mí, una escena de Pinter es más “realista” que una del supuesto sistema del realismo: se parece más al funcionamiento profundo de “lo real”; lo que pasa allí, la incertidumbre que rige todo azar y todo comportamiento, es más “real” (al menos en términos de física atómica) que las estabilizaciones técnicas, estilizadas, de una moda u otra (realismo incluido, pero absurdismos varios también).

GB: Retomando la frase del maestro Pinter, pregunto ¿cuáles serían las (grandes o pequeñas) diferencias entre realidad y realismo?.

RS: La realidad, lo he dicho, es lo que se le escapa al lenguaje. Es la parte del acontecimiento que no es lexicalizable. Hay un muro entre lo real y el ser humano. Y percibimos lo real –lo intuimos- a través de datos que construimos de ello mediante un sistema de percepción regido por leyes psicológicas, muy determinadas por construcciones lingüísticas.
El realismo –en cambio- es sólo una forma estilística de referir a esa realidad. Una forma que se basa en la idea de mímesis. ¿Pero mímesis de qué? De lo aparente.
¿No es más real un personaje de Pinter que uno de una serie norteamericana de TV? ¿No resuenan en el primero muchos más interrogantes acerca de la naturaleza profunda de lo real?

Por lo demás, el realismo tiene las virtudes y defectos de cualquier otro estilo de representación, pero hay en él un plus encantador, ya que además, se pretende universal. Es un estilo que no se preanuncia; sus reglas pretenden desaparecer de la vista. A diferencia del surrealismo (que se anuncia como territorio onírico) o del dadaísmo (que bucea en la relación obtusa entre lo casual y la razón), el realismo dice: soy tan parecido a lo real que no tengo reglas de “traducción”. Pero es una ilusión, quizás una de las más complejas y perfectas de la historia cultural de occidente.

GB: ¿En qué sentido el realismo contamina o menoscaba la construcción de una circunstancia dramática?.

RS: Para decirlo de una vez: el “realismo” no es nuestro enemigo. Al menos, no el mío. La “mimesis” de lo aparente sólo es peligrosa cuando pretende transmitir un mensaje. Cuando falsea lo real para demostrar una idea importante, responsable. Cuando no lo hace, cuando simplemente se presenta como mimesis humana, es tan válido como cualquier otro “-ismo”.

El problema es que el realismo ha sido la forma preferida de cierto pensamiento burgués conservador. Cuando un público burgués se reúne en un teatro alrededor de un tema “serio, importante”, y lo ve estilizadamente pero se olvida de esta estilización, el realismo es un arma de doble filo. El público alimenta su buena conciencia como clase reflexiva: cree haber solucionado en una ficción lo que debería estar solucionando en el mundo real. Me marean esas obras. Me marean esos públicos. Me disgusta mucho ese teatro “responsable” que es sólo una fachada para esconder una necesidad moral de una clase social determinada. (¡Clase a la que pertenezco!) He visto muchas obras con muy nobles ideas políticas, pero que al tomar prestadas las herramientas del sistema de pensamiento que pretende criticar (que es siempre el del capitalismo y el de la injusta distribución de la riqueza) queda entrampada de los propios mecanismos de ese sistema. Veamos: ¿podemos hacer una obra “realista” sobre los valores del sistema democrático, por ejemplo, con un elenco donde algunos personajes protagónicos cobran más que otros secundarios? ¿O podemos hacer una obra que enseñe los valores de la libertad, donde un director tirano ha decidido cada uno de los movimientos de sus actores? Bueno, sí, en realidad podemos. Pero luego no deberíamos creernos esa mentira tan estética.

El mundo es extraño. Hacemos teatro para expresar una y mil veces nuestro azoramiento ante la extrañeza del mundo. No hacemos teatro para compartir nuestras ideas. Para eso, escribamos artículos teóricos, seamos comunicacionales. Pero si de teatro se trata, habría que ser fiel a los procesos de búsqueda de ese extrañamiento, y a las arbitrarias reglas que crea cada obra, cada juego, como un organismo vivo complejo. Cuando el realismo “simplifica” es muy análogo a la ciencia newtoniana, previa a las teorías del caos y la complejidad. Podemos explicar en fórmulas cómo se construye un puente, y sin embargo –en lo real- ese puente a veces se cae, a veces ocurre la catástrofe, que es justamente la parte del acontecimiento que no respeta un paradigma simple de causa-efecto, sino uno más complejo.

El “realismo” se supone “histórico”. Hace uso del paradigma causa-efecto, que es la manera en la que la historia explica la realidad. No hay nada de malo con él, de hecho, sigue siendo de enorme utilidad. Como las fórmulas para construir un puente. Sin embargo el teatro, todo arte, debería ser el sitio donde esas certezas sucumben, dando origen así a la intuición de órdenes profundos más extraños, menos apropiables por la razón burguesa.
Producción de bienes y mercancías en la vida de las sociedades; producción de “sentido” en el teatro. Siempre se trata de un proceso de producción. El teatro, por su naturaleza loca, por la manera que tiene de socializar la producción y consumo de su manufactura (el sentido) puede negar y refutar los sistemas de producción de cosas, que en la vida se nos presentan como los únicos posibles: una fábrica tiene un dueño, todos trabajan para producir algo, todos reciben algo diferente por la comercialización de eso que se ha producido.

No me importa cuán realista sea una tesis en una obra si no vemos primero de qué manera se está produciendo esa obra, y cómo circula la sensación de relación con lo producido en cada uno de sus miembros.

GB: Te escuché decir, también, en aquellas charlas de Querétaro: “El teatro ya no es social, ahora tiene un objetivo técnico”. Surge entonces, una duda: ¿A partir de qué momento y con qué objetivo, el teatro en Latinoamérica, deja su pertenencia social histórica y salta a la exploración técnica estructural del lenguaje y la forma escénica de representación?.

RS: Creo que esto es relativamente nuevo, y está ocurriendo, al menos en mi país, desde hace bastante poco.

Pero a no confundirse: esta nueva especificidad del teatro como herramienta técnica que puede mostrar lo que las sociedades ocultan, no deja de tener una función social. Su función social es la construcción de un imaginario libre, no tributario de las grandes verdades “aprendidas” por la observación racional de lo aparentemente real, tal como lo copia el realismo.

En Argentina –en este sentido- han sido muy claros los movimientos sociales posteriores a la crisis económica de 2001. Muchas fábricas semi-improductivas, abandonadas por sus dueños porque ya no les servían para obtener la ganancia desaforada que el sistema capitalista neoliberal los obligaba a obtener, fueron retomadas por sus obreros y puestas a funcionar en un sistema autónomo, cooperativo. Las fábricas rediseñaron qué producir, a qué precio, para quiénes. Empezó siendo un hecho aislado, pero ahora hay varios ejemplos de producción d mercancías que funcionan así. Claro que se trata de pequeños sistemas de producción, por eso el Estado los deja estar sin necesariamente destruirlos como peligro. Estos modelos venían –si se quiere- preanunciados por la manera en la que las compañías independientes de teatro venían trabajando desde hacía años: independientes de los subsidios del estado –que son inexistentes-, liberados de los requisitos de “temas” de una sociedad determinada, autofinanciados por la explotación conjunta del propio producto elaborado: ficción pura.
La tecnificación de este teatro está dando ahora sus mejores frutos; las obras que se ven como importantes no son aquéllas que “hablan de lo importante” (ya que, ¿quién determina lo importante en un sistema neoliberal?) sino las que recorren sofisticados caminos técnicos (y ojo que no hablo de “tecnología de la puesta en escena” –eso es también un subproducto de cierta burguesía que quiere ser entretenida con sus propios juguetes-, sino de la técnica de narrar, añeja, misteriosa y tan inherente al hombre como la caza o el cultivo).

Claro que hay muchos ejemplos de un teatro que busca ser social: lo hay en sitios donde por ejemplo la gente no tiene acceso a otras fuentes de información estética, y entonces se trata en general de obras muy didácticas, que buscan enseñar nobles valores, etc. No niego esa función del teatro: entiendo a quienes hacen además de ésta una bandera, entiendo su vocación de servicio, su sacerdocio. Y entiendo la enorme gratificación que debe surgir a veces de ver positivos resultados en comunidades que están muy necesitadas de todo. Pero en términos generales diríamos que hoy, en la vida de las grandes ciudades, el teatro ya no puede, no logra, cumplir esa función.

Daré un ejemplo muy concreto, que en Argentina es siempre el mismo: Teatro por la Identidad. Se trata de un movimiento de gente de teatro que busca poner en escena obras sobre la cuestión de la Identidad, como una forma muy efectiva de hacer una campaña de concientización social alrededor de uno de los problemas más horribles de nuestra sociedad: la apropiación por parte de los militares de los niños nacidos en cautiverio durante la época de la dictadura. Teatro por la Identidad es un movimiento cuya lucha todos apoyamos. Y ha tenido –diría yo- un éxito social sin precedentes. Actores reconocidos han prestado su voz y sus cuerpos a esta campaña, autores interesantes han escrito pequeñas fábulas inequívocamente útiles a la hora de transmitir ideas muy elementales y muy ciertas. Sin embargo, hemos de desconfiar del valor “teatral” de esta propuesta. Son obras muy dirigidas a conseguir un objetivo social. Carecen de extrañamiento, e incluso de puntos de vista conflictivos que pongan en jaque la propia idea de sus creadores. Son una ilusión, una excusa parateatral con un objetivo social determinado. Pero no está mal: ya que se anuncian como tal. Peor sería hacernos creer que ciertas obras, surgidas en el seno de una sistema de producción determinado, y dirigidas al objetivo de satisfacer una necesidad de cierto público, son universales o maravillosas obras de arte. Son productos, nada más.

Y si el teatro, el arte, desean criticar el statu quo en que nos encontramos, deben empezar por atacar siempre el funcionamiento de una red socioeconómica que es la que permite que las cosas estén como estén, y que la burguesía pretenda cambiar algo para que todo siga exactamente igual, ya que ése parece ser el destino de la burguesía.

Todo teatro que es libre es ya un teatro político. Como decía Daulte en una ocasión: no se le puede enseñar al público lo que es la libertad mostrándole una obra sobre ese tema, pero sí se puede ejemplificar con el propio cuerpo: puedo ser libre –totalmente libre- a la hora de hacer una obra cualquiera, y luego buscar compartir esa libertad con mis espectadores. De allí que exista esta confusión entre la importancia del tema y la razón del procedimiento lúdico, que es en realidad lo único que debería importarnos a los creadores. Nuestra misión es chiquita. La producción de ficción no suele salvar vidas ni cambia el destino de los planetas. Pero sí permite sustraerse a una serie de mentiras, de construcciones del poder que se pretenden como universales y no lo son, despertando así otras conciencias en los espectadores sensibles.

GB: Javier Daulte en su artículo “Juego y compromiso”, afirma que el arte es un bufón de su rey que es la cultura, ¿es este desprendimiento social del teatro, un mecanismo para la consecución de la trascendencia en la dramaturgia Latinoamericana? o ¿es una acción ineludible de nuestra dramaturgia, nacida con las cadenas de la invasión y colonización, que exige un espacio propio y libre para su desarrollo?.

RS: Toda dramaturgia que ha trascendido lo ha logrado merced a romper alguna cosa en el seno de la sociedad que la vio crecer. De esto se tratan todos los clásicos. Hoy, más que nunca, la idea de trascendencia (de ir más allá de esta época, estúpida como pocas) debe tener que ver con no caer en las trampas que nuestra Cultura (con mayúsculas) nos ha puesto.

Prefiero el teatro que es un buen entretenimiento a la solemnidad de la dramaturgia que quiere hacerme comprar grandes verdades, ya que un espectador “entretenido” (tenido-entre dos cosas incompatibles) es una maquinaria más sutil, más dispuesta a encontrar caminos hacia la felicidad interior, de la que surgen nuevas ideas y nuevos cambios.

Latinoamérica tiene –en ese sentido- que desprenderse del mandato tácito de Europa. Europa –que no tiene la culpa de todo pero sí gran parte de confusión en este tema- cuando ve algo interesante en Latinoamérica lo estigmatiza con este mandato: “ustedes son un continente en eterna crisis; deben usar las ficciones para hablar de esa crisis”. Es decir: redúzcanse a hablar de lo que les pasa. No imaginen lo que no pasa, lo que podría suceder, ya que ésa es propiedad privada de la vieja Europa. Mientras desembarcan a buscar obras sobre la violencia en Brasil, o la guerra en Colombia, o la pobreza en Bolivia, o la corrupción en Argentina, se arrogan inconscientemente –para sí mismos- el derecho de seguir pariendo los mitos universales: los Schillers, los Goethes, los Molieres, los Shakesperares del futuro.

Insisto en que no es sólo culpa de la vieja industria cultural europea: gran parte de este pacto es responsabilidad nuestra. Cuando escucho en España que algunos críticos –pretendiendo elogiarnos- dicen que en Latinoamérica es el único lugar donde se habla de lo “fundamental”, se me eriza la piel. ¿Qué es “lo fundamental”? ¿Quién lo determina? Toda discusión acerca e lo fundamental se torna, a la larga, “fundamentalista”.

Borges era un escritor de derecha, un tipo políticamente atroz. Su literatura, sin embargo, es libre, profunda, desaforada; y lo es en parte por no haber comprado la bazofia que Europa les impone a los latinoamericanos: “hablen de sus pequeñas miserias, mientras nosotros nos encargamos de los mitos universales”. No; Borges, como muchos otros, eligieron el camino del lujo, el de los mitos, el de la superación de su hábitat. Y así, quieran o no, han logrado un hábitat menos pobre. Porque, ¿qué valor puede tener hablar de la miseria y hacerlo miserablemente? Ciertas discusiones literarias son posibles hoy, aquí y ahora en la Argentina, porque Borges escribió como escribió. Si se hubiera limitado a copiar la pobreza a su alrededor (porque somos un continente pobre) habría logrado un duplicado conservador, una buena excusa para que Europa siga arrogándose los derechos planetarios sobre la ficción del mundo.

GB: Para un creador como Rafael Spregelburd, que constantemente entra en contacto con la realidad artística escénica de diferentes países, ¿cuáles son los rumbos que el teatro de Latinoamérica pudiera seguir, si pretende no entramparse y encontrar un camino certero hacia la universalidad?.

RS: Por mi trabajo, mi relación con Europa y Latinoamérica es fluida y constante, y he podido encontrar a uno y otro lado del Atlántico gente inteligente y sensible que lucha contra esta generalización. No somos la fábrica exótica que Europa necesita para autoafirmarse como “lo normal”, ni tampoco debe ser Europa la que dicte las modas temáticas, estilísticas, post-dramáticas con las que pretende sugerir que todo se hace en el centro y la periferia sólo se reproduce como eso, como periferia. Es cuestión de seguir trabajando en la afirmación de esos lazos que superen este equívoco que –insisto- muchas veces es pactado por ambas partes con igual responsabilidad.

Soy un ferviente Latinoamericanista, y –curiosamente- es en mi propio territorio donde más resistencia veo a superar estos mandatos de los países centrales. Dejemos de manufacturar nuestra pobreza: seamos elegantes, desaforados, extravagantes, libres, desmedidos. Aportemos al menos a nuestros pobres países, tan golpeados, una ficción rica, lujosa. Es lo menos que podemos hacer, y es nuestro trabajo.

www.dramaturgiamexicana.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buen post... Rodri...

Anónimo dijo...

Nace en Buenos Aires en 1970.

Comienza sus estudios de teatro como actor, pero al poco tiempo se dedica también a la dramaturgia.

Entre sus maestros figuran el dramaturgo Mauricio Kartun y el director Ricardo Bartis. A partir de 1995 se dedica también a la dirección, ocupándose de la mayoría de sus textos escritos a partir de esa fecha, y ocasionalmente de adaptaciones personales de textos de otros autores.

También cursa estudios de Artes Combinadas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, carrera que abandona en 1996 para dedicarse de lleno al teatro.


Ha realizado seminarios con el español José Sanchís Sinisterra, en Buenos Aires y Barcelona; fue seleccionado y becado por “El Teatro Fronterizo” (Sala Beckett de Barcelona) para realizar el curso de “Nuevas Tendencias en la Producción Teatral” durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1995. Durante julio y agosto de 1998 es seleccionado también por el British Council y el Royal Court Theatre de Londres para participar del Summer International Residency que organiza anualmente el Royal Court.

www.spregelburd.com.ar/