20.3.07

Jorge Kuri (1975-2005)



Si no mal recuerdo fue en la madrugada de un 21 de marzo. Época vacacional, con la Semana Santa encima. En un departamento del centro de la Ciudad de México. Lejos de (su) “embajada de la luna”.


Esta fecha ha cambiado de sentido para un puñado de autores jóvenes mexicanos, pues no sólo se celebra el natalicio de don Benito Juárez y la entrada de la primavera con miles de personas empantanando de basura las zonas arqueológicas, también se recuerda al autor de “De monstruos y prodigios, la historia de los Castrati” y “La amargura del merengue”, entre otras obras.
Casi al medio día, la llamada telefónica de un amigo (Noé Morales) que se encontraba en Chiapas me alertó sobre un rumor que consistía en la posible muerte del dramaturgo Jorge Kuri de la Mora. Amigo nuestro, compañero en algunas aventuras (especialmente las del FONCA), y gran conocedor de lo bizarro y lo pesadillezco, con sus esperpentos y alegorías. Alguien que exhibía al máximo las contradicciones de nuestra generación, de la amabilidad a la violencia (un dramaturgo español lo padeció) y de la alegría al enfado, pasando por la paranoia y la neurosis. Amaba a todos, odiaba a todos.
No voy a negar que desde aquella vez en que perdí su sombrero -en un viaje a Querétaro- nuestra relación cambió. Jorge estaba en un periodo de hostilidad. Y fue igual casi con todos los que fuimos sus amigos. Los últimos días con él fueron más bien duros.
Sin embargo, yo disfruté al joven burlón que tocaba la armónica, al niño que se sentaba al piano en plena madrugada en un hotel de cinco estrellas, al que bebía y fumaba como si el mundo estuviera por reventarse. Y quizá sí.
Esta viñeta que sirva de recuerdo a Jorge Kuri, con toda la pesadilla que arrastraba y que finalmente acabó en un suicidio, esperado, triste, lamentable.
Además ofrezco una imagen, perdida en carpetas informáticas, cortesía de Noé Morales, en un juego de futbol con la gente de la Fundación para las Letras Mexicanas. El que me está poniendo "cuernos" es el susodicho.
Sea la paz, Jorge.


Nota de prensa del diario Reforma.

Fallece el dramaturgo Jorge Kuri
Por
Edgar Alejandro Hernández

El dramaturgo Jorge Kuri se quitó la vida el pasado sábado en su casa de la Ciudad de México, a la edad de 29 años.
Autor de obras que se montaron a nivel internacional como De monstruos y prodigios, la historia de los castrati, Jorge Francisco Mora Kuri nació en Tlalnepantla, Estado de México, en 1974.
Estudió la licenciatura en filosofía en la UNAM y el diplomado en literatura en la escuela de la Sociedad General de Escritores de México.
A decir del crítico teatral Fernando de Ita, Kuri murió como vivió, colgado de una cuerda.
"Desde muy joven se subió al trapecio de los estimulantes para escribir desde ahí sobre una sociedad que margina a los trapecistas. Sus obras son visiones románticas de los antihéroes del siglo 21 y sólo en ellas triunfa el delirio de los poetas".
Enrique Olmos, dramaturgo y amigo de Kuri, recuerda también que su teatro era como su vida.
"Estaba siempre en una condición tragicómica, ya que era un verdadero comediante en la tragedia de sí mismo. Siempre preocupado por mostrar el ambiente festivo, los esperpentos, las pesadillas y alegorías de un mundo bizarro que rescató y reflejó".
Autonombrado "embajador de la Luna en México" y "ombudsman de los chiflados", inició su carrera colaborando con críticas y reportajes teatrales en Sábado, suplemento cultural del periódico Unomásuno, fue analista del Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli (CITRU) y escribió para la revista mexicana de teatro Paso de gato.
Su pieza De monstruos y prodigios, en la que aborda el tema de los legendarios castrati, varones sopranos, supuestamente castrados, que escandalizaron al mundo barroco con sus voces angelicales y sus extravagantes estilos de vida, es una de las obras de teatro mexicanas que mayor número de presentaciones ha tenido en el extranjero.
La obra se presentó en diversos festivales internacionales bajo la producción de la Compañía Nacional de Teatro y la dirección de Claudio Valdés Kuri.
Su primer obra fue El escritor tiene la culpa (1998), montada en el Foro del Museo del Carmen. Kuri ideó escribir una trilogía dedicada al universo de los esperpentos que inició con De monstruos y prodigios y continúo con la inédita Bizarrías de la feria lejana.
Fue dos veces finalista del Concurso Nacional de Teatro Nuevo, convocado por la SOGEM. Su obra La amargura del merengue participó en la primera Muestra Nacional de Joven Dramaturgia en Querétaro en el 2003. Fue becario del FONCA. Algunas de sus obras inéditas son La noche de Calibán, El agente chupafaros, Nocturno de Bucareli y Don Latoso vs. la coalición de los koalas.

5.3.07

Reseña del libro La voz ovaL publicada en el suplemento Catedral de Síntesis, sábado 3 de marzo


La voz ovaL de Enrique Olmos de Ita


A nadie debe extrañarle que este muy joven escritor nacido en Llanos de Apan (1984) publique un libro con seis obras teatrales de formatos variados, especialmente dirigidas a niños y jóvenes, dado que de algún modo el auge del teatro mexicano moderno ha cobrado un apogeo inusitado y la suya se ha convertido en la nueva generación de autores de teatro sobresalientes. Me complace también que la editorial (Tierra Adentro) promueva como parte de su fondo literario libros de y para teatro, que por lo general se miran con cierta desconfianza cuando no con franco desprecio dada su poca demanda comercial a pesar de la complejidad que exigen las nuevas obras literarias de géneros como el que el autor maneja, que él llama “relato escénico” o “narraturgia”.
Sin embargo, este compendio me deja un tanto desconcertado, pues a pesar del innegable oficio de su autor lo hallé disparejo, para decir lo menos. Si bien es cierto que La voz oval, la obra que le da título al libro es una de las piezas dramáticas más experimentales pero no por eso incompletas del teatro en México y que su procesión es aguda, entretenida y conmovedora hasta la médula, las obras que la acompañan no alcanzan el excelente nivel literario de esta historia generacional, sobre futbol y palíndromos que puede leerse como novela (linealmente) o como teatro según los tres personajes que la habitan (primera, segunda y tercera persona del singular).
En parte por estar fragmentado en seis obras (cinco cortas) que le proporcionan variedad al volumen pero, por lo mismo, le restan unidad, conexión y sobre todo “estilo”, convirtiéndolo casi en una muestra de los talentos dramáticos del joven con tres obras para niños y tres para jóvenes. La primera obra y la más ambiciosa del volumen, titulada Un curso de milagros: en varias escenas una pareja moderna se debate entre las drogas y el delirio religioso, al final resultará que la mujer obtiene un milagro y tendrá de vuelta a su hijo, aunque no lo merezca, sin conseguir verdaderamente emociones teatrales suficientes. La obra más interesante resulta, sin duda, la que le da título al libro, La voz oval, que posee buen ritmo, emplea un tono integral y constituye el orden de varias historias cruzadas (la del padre, la del equipo de futbol, la del joven, la de la novia del padre) en donde resalta la posibilidad de una puesta en escena que lo mismo pueda suceder en un estadio.
La voz oval es magnífica por su cercanía con los adolescentes, con los jóvenes de la actualidad y porque no emplea mayores recursos que la relación enternecedora entre un padre y su hijo, y la sexualidad de una joven, que es novia o amante del propio padre, entrenador de un equipo de futbol profesional al que abruma el éxito.
Debo confesar que en las obras para niños Los gats, Gonzalo y los objetos perdidos y No tocar no encontré ninguna que realmente me sorprendiera, emocionara o conmoviera. No así en Sacrifíquenlo, donde el autor –que abiertamente se confiesa católico– apuesta por volver los ojos a la figura de Jesús desde un punto de vista totalmente histórico. Se antoja que la obra pudiera ser más larga en extensión y personajes.
Sin embargo, después de leer el texto La voz oval lo demás se vuelve menos interesante, esto se debe, no tanto al talento de Olmos, que ya está probado, sino a la dificultad de leer obras que van dirigidas a espíritus tan diversos al adulto, y que claramente requieren de otra mentalidad, de otros lectores, es decir, de los niños. Lo plausible es que sea un autor tan joven el preocupado por darle al teatro para niños obras nuevas y mejores donde no haya nada que no se pueda contar como en No tocar donde se presenta la historia de un abuso sexual a una menor.
Fondo Editorial Tierra Adentro. Número 326. México, 2005.


Ismael Bárcenas.
barcenasteatro@lantinmail.com

Beethoven y Kant en un karaoke

Viaje al centro de la estética

Lo bello es el objeto de un placer desinteresado. Kant.

Un hombre de más de cincuenta años, desenfadado al ritmo de ron o vodka, a mitad de un escenario semicircular, con el enorme vientre apunto de reventar la camiseta deportiva, roja y de manga corta, el cabello relamido con adhesivo-cabello-cráneo y la mirada puesta en la letra de una canción que José José hiciera un éxito antes de yo naciera, Amiga, hay que ver como es el amor que vuelve a quien lo toma, gavilán o palomaTe baje la cremallera del vestido y tú no me dejaste casi hablar. Con micrófono en mano, el hombre –sin dejar por completo de mirar la pantalla por la que circulan las palabras mal escritas de la canción– trata de encaminar su melodía a una joven obesa, uniformada en púrpura que canta al unísono, sentada a unos metros del figurante. La imagen bulle belleza.
Según Gabriel Marcel, en un testamento que Beethoven redactó prematuramente, hizo la siguiente advertencia: "Recomendad a vuestros hijos la virtud; sólo ella puede hacer feliz, no el dinero. Yo hablo por experiencia; ella fue la que a mí me levantó de la miseria; a ella, además de a mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado con mi vida a través del suicidio." ¿De qué extraño mecanismo vital dispone el arte para que el genio no acabara con su vida antes de tiempo? ¿Dónde encontrar esa experiencia que nos hace pensar la vida como algo menos estúpido de lo que en realidad es?
Lo que hoy, tantos siglos después de Platón llamamos arte –en concreto, el arte musical, por ejemplo– era para L. Beethoven un modo extraordinario que le permitía situarse en el mundo a partir de un crisol en el que ciertas formas exhibían una belleza (perfección de sentidos, diría yo) sorprendente y además comunicaban de alguna manera a cierto grupo de seres humanos un mensaje más o menos común.
En tiempos en que todo cabe en el cajón de sastre del posmodernismo, donde las definiciones abundan sólo la multiplicidad, la única certeza que tengo (a partir de esas lecturas kantianas) es que el arte no es propiedad de los artistas. Acaso es una habilidad más, que ha de ser acogida con gratitud y en forma de diálogo entre el creador, el objeto artístico, la sociedad y con ella el contexto en que se producen. Las obras de arte no se "hacen" o "producen" –contra lo que a menudo se afirma– se rescatan del mundo, se eligen, se aíslan, se ajustan (el orden y genio del artista interviene entonces) y surgen nuevamente, se regresan al mundo, re-vueltas, reflexionadas.
Es decir, el arte, o mejor dicho la condición artística de la que están hechas las cosas, está en el mundo, habita en él desde siempre y para siempre, es eterno –como Dios, en campos de la mística– y el artista lo encuentra –en una búsqueda compleja, más de las veces prorrogada por circunstancias varias, que potencializan el hallazgo– y las pone al servicio de una habilidad, de una técnica para que renazcan, emerjan nuevamente, en formas susceptibles de experiencia y goce humanos. Si puede, el artista crea lo conocido, lo representado, el objeto, el horizonte de toda experiencia posible, la arquitectura universal y objetiva de la naturaleza. Desde Kant, y con él Berkley, Fichte, Schelling y Hegel entre otros, edifican el salto idealista de la modernidad: como en la teoría artística romántica, el sujeto ya no es espejo, sino candil o lámpara que, detrás de su desbordamiento, desde la interioridad del sujeto, abre el afuera, proyecta el espacio y el tiempo, el tejido de los objetos de nuestra experiencia.
Beethoven solía deambular por el campo antes de componer. El contacto con la naturaleza encendía su “inspiración”, quizá porque veía al mundo, y los seres que lo habitan, como huellas de Dios –en el amplio sentido, el que no se reduce a una terminología religiosa– y podía entender su mensaje y dialogar con ellos.
Esta idea del arte como una actividad dialogada explica que Beethoven fuera muy consciente de que era un genio y reclamara para sí el trato que merecía y, al mismo tiempo, se mantuviera humilde y arraigado a cierta espiritualidad. A la par, en la dimensión estética kantiana, el sujeto se emancipa de una acción orientada hacia un logro particular. Por otro lado, el conocimiento estético se mueve sin conceptos, sin el imperativo de una demostración conceptual o justificación lógica del singular contenido de belleza del objeto “bello”.
Entonces la belleza no expresa al objeto en sí mismo, no revela así un concepto universal y necesario que determine lo bello de una cosa, o de una situación –hablando de teatralidades, o de sentido escénico– sea ésta un lago, una rosa, un paraje nevado o un señor con micrófono en mano, rechoncho y probablemente divorciado, cantando en las comisuras de la Córdoba nocturna, desafiando todos los sonidos posibles en un karaoke casi inverosímil. Por tanto, el objeto bello no posee explicación, es indefinible, inútil y gratuito. No es efecto de un concepto ni, de una finalidad, simplemente está en el mundo, a veces suena a canción de los ochenta y tiene un hálito alcohólico.
Regreso a la imagen bizarra que me dio pie a Kant y Beethoven, porque de vuelta a casa, después de la “experiencia estética” en el karaoke, mi cabeza no paró de sumergirse –malamente, estaba (muy) borracho– en esta clase de especulaciones sobre la condición estética del hombre. Me sentía feliz y agradecido con la vida por haber profanado ese piso pegajoso y sucio. Aprovecho y hago un recuento del viaje que nos llevó, a un grupo de actores cordobeses, y el pintor peruano Erick Miraval, acompañados del imprescindible compositor Oliver Rappoport (infaltable en esta clase de casos), a una marcha colmada de peripecias, con motivo del cumpleaños de Beatriz, una actriz de Montilla que prepara una obra sobre un sacerdote pederasta.
Baste decir que la primera escala fue el “botellón” de un parque cordobés, cerca de Ciudad Jardín, donde los jóvenes se reúnen civilizadamente, por decenas, a beber vino tinto con limón, embasado en plástico. Todos, hasta los policías, conviven sin mayores sobresaltos.
El camino al karaoke fue casi interminable: al final de una avenida silenciosa y gris, de edificios idénticos, mucho después de la plaza de toros, a un costado de la autopista hacia Granada, en un local pequeño, cuyo nombre creo recordar como Chandas, un viejo antipático, moreno y regordete, con una cicatriz grotesca entre la mejilla y el cuello, ataviado con una camisa multicolor y el cabello largo atado por detrás, se identificó como el portero –también era camarero, dj suplente y animador ocasional– para negarnos el acceso al sitio, “porque no me gustan sus caras”, argumentó. Mi estado no permite precisar si se trataba de una broma o de un insulto. Tardamos en entrar después de una negociación que incluyó la cólera del joven Miraval. El sitio oscuro y realmente pequeño, donde una docena de hombres mayores, según nuestra percepción divorciados y alcohólicos, ocupaban la mayor parte de las mesas, mirando sin más la escena musical, que, dicho sea de paso, constaba de una escenografía peculiar: una cesta de nimbre guardaba polvosos y largos troncos artificiales.
La iluminación amarillenta centelleaba. Al fondo, a un costado de la barra y del escenario, una pantalla gigante exhibía las canciones y su respectivo video-clip, en caso de que la canción no lo tuviera, una coreografía de personas en traje de baño, que parecían estar en una sesión de aerobics, solazaba la imagen. Dos altavoces gigantes colgaban por encima de la concurrencia. Nuestra mesa –con una sola silla– a unos pasos del servicio. Un hombre –suerte de animador involuntario– nos instigaba a cantar –a los tres latinoamericanos– “una canción de los panchos”. Una mujer afromericana, varios centímetros mayor que yo –en todas las extensiones posibles del cuerpo humano– me detuvo antes de entrar al baño para darme un papel insignificante que se me había caído del bolsillo; su torpe castellano, en monosílabos, mi lerda embriaguez y una canción en altos tonos flamencos iniciaron mi paranoia. No entendía nada, no me esforzaba por advertir, ni pensar demasiado. Estaba solo. Supuse que me asaltaría; en el mejor de los casos, sólo me violaría. Un miedo atroz me recorrió el cuerpo. Al final, sólo quería hacerme un favor, miré lo que agitaba su mano, volvió la paz. Todo era absurdo, todo era estridente por real y estúpido, es decir, bello.
Algunas canciones eran realmente memorables por triviales, de las que puedo recordar y conozco, destacaron No controles mis vestidos, no controles mis sentidos, pasando por Lo-co-mía y corazón espinado de Maná. Desde luego, los intérpretes estaban a tono con el lugar. Un joven muy orondo, de extensas carnes, nos deleitaba notas de amor, abriendo lo más que podía la boca, imposible no pensar que se tragaría el micrófono de hule espuma en un acorde. Un coro de adolescentes ebrias leían con retraso las letras de una canción desconocida. Los viejos nos veían cantar con lascivia (sobre todo a mis acompañantes). Al fondo del lugar una pareja de tres –desde luego, dos borrachos por una mujer– se peleaban a gritos. La camarera, algo enfadada y distraida, estaba muy ocupada acomodándose las tetas en el estrecho uniforme rojinegro y no me cobró la cerveza.

Festival de México en el Centro Histórico


Con la música como columna vertebral de una programación versátil y multicultural que tan sólo en números impresiona a primera vista por los más de mil 500 artistas participantes, se anunció la edición del XXIII Festival de México en el Centro Histórico (FMCH), fiesta cultural que año con año ha venido a dar una probadita de la diversidad del quehacer artístico que se genera en el mundo y, por supuesto, en nuestro país.
Y es que a más de dos décadas de su creación, el Festival además de consolidarse como una atracción turístico-cultural no sólo para los capitalinos -tomando en cuenta la enorme cantidad de visitantes continuos que llegan del Estado de México y otros estados cercanos-, representa para un gran número de espectadores una verdadera “puerta para el arte del mundo”, así lo refleja el más de medio millón de asistentes que, se calcula, tuvo el año pasado el Festival.
Este año, la inauguración estará a cargo de Chano Domínguez, pianista que con la fusión de jazz y flamenco ha revolucionado la música en España. En el ámbito musical, la lista es grande y nutrida y en está ocasión llega desde Brasil Hermeto Pascoal, leyenda viva de la música contemporánea que con su creatividad deja atrás las divisiones entre géneros musicales jugando con el bossa nova, la música indígena y objeto cotidianos como juguetes, silbatos y vasos de agua para mostrarnos que la música está en todas partes.
No podemos dejar de mencionar otras propuestas que prometen ensalzar cada uno de los géneros que se darán cita en la fiesta cultural del Centro Histórico: Martin Haselböck, especialista en música antigua, que presenta una versión de época de La Pasión según San Mateo, de Bach; Yann Tiersen, compositor francés autor de los soundtracks de Amélie y Adiós a Lenin; y el Harmonia Ensemble, cuarteto italiano de música acústica que ofrecerá un concierto en homenaje a Frank Zappa; The Tiger Lillies, excéntrico trío londinense de música de cabaret con influencias góticas.
En el teatro y la danza, este año no quedan atrás. De Peter Brook llega a México Sizwe Banzi está muerto, estremecedora reflexión sobre el racismo y la pérdida de identidad que cambió la vida del autor en su juventud londinense. La puesta en escena de Brook recupera las técnicas del teatro clandestino sudafricano y actualiza el mensaje de la obra que, en el nuevo contexto de las migraciones mundiales, aún tiene mucho que decir al mundo. De Suiza, se presenta Tante Hänsi, obra de Mela Meierhans que funde el teatro, la música moderna, la gráfica y cantos tradicionales suizos. En contraste cultural, nuestro país presenta Un mambo con la Catrina, 13 calaveras escénicas en homenaje a José Guadalupe Posada, adaptación y dirección de Cordelia Dvorák, una gozosa exploración de las tradiciones mortuorias en México.
Dentro del mismo ámbito teatral, prosigue el proyecto Pago por ver, en colaboración con la Dirección de Teatro de la UNAM, que este año presenta: Otra vuelta de tuerca, adaptación de la novela de Henry James que dirigirá Mauricio Jiménez; de Larry Tremblay, Telenovela con la dirección de Boris Shoemann; Dios mineral escrita por Enrique Olmos de Ita y dirigida por Maria Morett; Hugo Hiriart escribe y dirige Eligio Galindo en la Torre del Caimán; y, por último, Ernesto Anaya presenta y dirige Las meninas, cinco textos que se presentarán en el Anfiteatro Simón Bolívar del Antiguo Colegio de San Ildefonso.
Por si fuera poco, las actividades para niños cuentan con una gran variedad de talleres, visitas guiadas y espectáculos al aire libre que serán igualmente atractivos para peques y no tanto. Están también las actividades de RADAR y Xcéntrico, donde se darán cita más de 500 artistas de nueve estados del país, además de España, Estados Unidos y Reino Unido.
Por supuesto a este convite cultural y artístico, no podían faltar la plástica y la vida académica, que este año, en colaboración con la fundación Gonzalo Rojas, organiza el ciclo de conferencias donde científicos, escritores, artistas, filósofos y psicoanalistas disertarán sobre el tema de la imaginación. Para mayores informes sobre horarios, fechas y costos, puede consultar la página www.fchmexico.com
En fin, que del 15 al 31 de marzo, el Festival de México del Centro Histórico conjuga diferentes maneras de hacer arte: tradiciones populares sobre la vida y la muerte, proyectos de la escena independiente, tradiciones de Oriente y Occidente, la experimentación atrevida del arte contemporáneo.

2.3.07

La creatividad como un problema

Creatividad
según Néstor García Canclini


Hace unos días, un lector me recriminaba, en un divertido e-mail, la aparente parálisis de nuestro gremio respecto a la reflexión y en su caso puesta en marcha de una "creatividad" propia (se refería particularmente a los jóvenes teatreros, específicamente a lo que un crítico denominó "la sexta generación"), y no en aras de originalidad, o extravagancia, sino en el propósito (perenne) de atraer y renovar públicos a las salas de teatro, la búsqueda de nuevos dispositivos para conseguir que la gente deje el control remoto de la televisión y entre a un edificio cuya historia se remonta a varios siglos antes de Cristo. Su lista de intenciones incluía mejorar el diseño de la publicidad de las obras de teatro, además de los programas de mano, cambiar el horario de las funciones, hacer propuestas en espacios públicos no convencionales y sobre todo crear un “discurso” propio respecto a la creatividad (lo posible, lo susceptible de llevarse a escena con los nuevos dispositivos tecnológicos, por ejemplo). Él me hablaba de la "creatividad" como elemento fundamental y yo noté que para mí significaba una de esas palabras sobre las cuales tengo una multitud de conceptos.
Así que busqué a un experto y encontré en Néstor García Canclini –seguramente uno de los más importantes estudiosos sobre “la cultura” en lengua castellana– una razón por lo menos sopesada para acelerar el debate al respecto. Lo siguiente está incluido su
Diccionario sobre la cultura.

Creatividad. Desde la mitad del siglo XX esta palabra fue objeto de suspicacias o desinterés. En parte se debe a que la sociología y la historia social del arte mostraron la dependencia de los artistas de los contextos de producción y circulación en que realizan sus innovaciones. Los actos "creadores" fueron analizados más bien como trabajo, como culminación de experiencias colectivas y de la historia de las prácticas sociales. Aun cuando actúen en ruptura con las convenciones establecidas, los artistas que desean comunicar sus búsquedas deben tomar en cuenta los hábitos perceptivos y la disposición imaginativa de los receptores, que se hallan socialmente estructurados (Bourdieu). En segundo lugar, después de la efervescencia innovadora de los años sesenta (happenings, arte en la calle, valoración del gesto en la plástica, de la improvisación en la música y en las artes escénicas), que extremó la capacidad inventiva y la originalidad como valor supremo, el impulso vanguardista se agotó.
De los años setenta a los noventa, las artes visuales mostraron cierta monotonía, como si hubieran llegado a un techo creativo. El pensamiento posmoderno abandonó la estética de la ruptura y propuso revalorar distintas tradiciones, auspició la cita y la parodia del pasado más que la invención de formas enteramente inéditas. Pero fue sobre todo con la expansión de los mercados artísticos, cuando se pasó de las minorías de amateurs y élites cultivadas a los públicos masivos, que disminuyó la autonomía creativa de los artistas. Sus búsquedas fueron situadas bajo las reglas del marketing, la distribución internacional y la difusión por medios electrónicos de comunicación. (Hughes, 1993; Moulin, 1992). Un tercer factor que quitó apoyo a la creatividad fue la reducción del mecenazgo estatal y de los movimientos artísticos independientes en la cultura. Las políticas privadas y públicas se reconfiguraron bajo criterios empresariales. En vez de la originalidad de lo creado y exhibido, se destacó la capacidad de recuperación de las inversiones en exposiciones y espectáculos. Cada vez se pregunta menos qué aporta de nuevo esta obra o este movimiento artístico. Lo que interesa saber es si esa actividad se autofinancia, genera ganancias y prestigio para la empresa que la auspicia. Es difícil que los artistas logren interesar a un sponsor sin ofrecerle impacto en los medios y beneficios materiales o simbólicos. Si bien estas tendencias persisten, en los últimos años la creatividad vuelve a ser valorada en varios campos culturales. Por ejemplo, en el diseño gráfico e industrial, la publicidad, la fotografía, la televisión, los espectáculos multitudinarios y la moda.
Quienes diseñan una revista semanal, filman videoclips y renuevan los estilos de vestir están preocupados por el hallazgo de nuevas formas, por combinar textos, imágenes y sonidos de una manera que a nadie se le había ocurrido. Su reconocimiento en el mercado depende de que su firma, o la de la empresa para la cual trabajan, logren sorprender periódicamente, ofrezcan novedades que los diferencien de los competidores y de su propio pasado.
En las artes "cultas" algunos autores preguntan si la pérdida de la creatividad no sería un fenómeno del mainstream, o sea de los artistas controlados por circuitos de galerías y museos que tienen sus centros en Nueva York, Londres, París y Tokio, quienes se han rendido "a la imagen efímera de los medios y a la persuasión sin protestas"... "al declive general de los niveles educacionales" y al "estado de continua agitación, pero cada vez con menos expectativas" (Hughes, 1992), que se observa en las metrópolis citadas.
En búsqueda de nuevas fuentes creativas, museos de esas ciudades miran hacia las minorías de sus propios países, al arte y las artesanías de sociedades periféricas. Algo semejante ocurre en la realimentación del mercado de la world music con melodías y cantantes étnicos, lo cual suele llevar a oponer fácilmente un primer mundo fatigado y un tercer mundo creativo. Tales exaltaciones ocasionales no modifican la asimetría, la desigualdad estructural entre unos y otros, aún más difíciles de superar en las condiciones de empobrecimiento y retracción de las inversiones culturales sufridas en las naciones periféricas.
Además, la creatividad pasa a valorarse en un sentido más extenso, no sólo como producción de objetos o formas novedosas, sino también como capacidad de resolver problemas. La cultura actual exalta la creatividad en los nuevos métodos educativos, las innovaciones tecnológicas y la organización de las empresas, en los descubrimientos científicos y en su apropiación para resolver necesidades locales. En la pedagogía ordinaria y en los cursos de reciclamiento se elogian la creatividad, la imaginación y la autonomía que facilitan reubicarse en un tiempo de cambios veloces (Chiron).