26.2.07

Quién y qué leer: breve y vieja reflexión de CDM


De esos días en que sólo hay voluntad para escarbar en los archivos periodísticos del quehacer cibernético, encontré esta reflexión de 1996 sobre la lectura (y con ella la literatura española), del crítico Christopher Domínguez Michael. A más de diez años de distancia, en México, pocas cosas han cambiado verdaderamente ¿O será que diez años no son nada? En fin, aquí queda el testimonio del crítico de Coyoacán.


Lo que no leen los que leen en México
por Christopher Domínguez Michael

Paseando por los tiraderos de las grandes librerías del sur de la ciudad, donde se rematan los clavos, esos libros quedados durante décadas, o admirando las cada vez más atractivas (y caras) casas de Palma y Donceles, uno descubre qué es lo que no leen quienes en México deberían hacerlo. Pues ya Gabriel Zaid explicó que el problema no es que lean el carnicero o la costurera (que en ningún país leen), sino que no lean los universitarios, pues el número de graduados es mucho más alto que el tiraje de los libros técnicos o humanísticos. Me impresiona que en los saldos abunde, en lo que a letras respecta, la literatura española. Valera, Galdós, Clarín, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala y hasta Juan Benet (acercándonos a nuestros días), o los clásicos castellanos, con excepción de Cervantes y Quevedo, son los autores que usted puede adquirir a 5, a 10, a 20 pesos en calidad de clavos. Esto quiere decir, supongo, que los amantes de las letras desprecian esa prosa (y los magníficos estudios críticos que a veces genera), y prefieren leer autores mexicanos o a los clásicos franceses o rusos. Este fenómeno, que no es ninguna sorpresa si se recorren las bibliotecas particulares de los propios intelectuales, queda dramáticamente constatado en el pequeño mercado del libro capitalino. Yo también fui de quienes despreciaban -sin haberla leído, claro- esa literatura, hasta que amigos piadosos me advirtieron que la corrección de mi horrible gramática debía pasar por la voluntad de dominar a quienes habían escrito en mi lengua. Ahora que no suelto mis Galdós por ningún motivo, me alegro de pertenecer a una sección de la VI Internacional, pues cada vez que necesito literatura española me basta con 100 pesos para surtirme por un año, pues mis autores predilectos duermen el sueño de los justos en tenderetes libreros de toda laya. Y cuando leo los horrores que redactan la mayoría de los escritores más jóvenes me doy cuenta que ellos, como a mí me ocurría, leen español de traducciones. El desprecio por la literatura española del siglo XIX, por ejemplo, es un enigma crítico que puede empezar a resolverse preguntándose por qué no la leen quienes debieran.



Publicado en El Ángel de Reforma, el 4 de agosto de 1996.

Dos joyas de James Laughlin: editor

James Laughlin, fundó una de las editoriales más importantes en lengua inglesa, la hoy mítica New Directions; y no pudo encontrar mejor título para el cuaderno de notas que aparece como autobiografía, aunque sea más un recuento (incompleto) de reflexiones y anécdotas desenfadadas, The Way It Wasn't.
Se dice que New Directions nació con el propósito de que Erza Pound siempre tuviera un sitio donde publicar. Pronto se convirtió en un lugar seguro para la buena literatura. Hoy, por ejemplo, es quien edita en inglés a Roberto Bolaño y Javier Marías
La muerte de Laughlin el 12 de noviembre de 1997 interrumpió el trabajo sobre el original (mitad álbum de recortes y mitad abecedario, a la manera de las memorias de Czeslaw Milosz) por lo que su consumación corrió a cargo de Barbara Epler y Daniel Javitch.
A continuación dos joyas que nos dejó el excéntrico editor (especie en peligro de extinción) que fue James Laughlin y que tuvo a bien hallar don Antonio Saborit.


Me dedico a incubar, pero cuando llega el momento de entrar a las librerías y pelear, peleo con todo lo que tengo. La mayor parte de los compradores son mujeres: perras: mujeres maduras bastante idiotas sin formación de ningún tipo, preocupadas por la administración, enemigas en verdad del libro que requiera de inteligencia para su lectura y para su venta. A estas criaturas las tengo que cortejar. Debo arreglármelas de alguna forma para pasar su caparazón y hacerlas que rompan sus normas, para hacerlas que pongan un buen libro, un libro de poemas, en sus estantes. Vender es en realidad un arte mayor, y en él yo sólo soy un novicio, pero se te mete en la sangre. Identificar a un comprador a primera vista, en el instante que te queda libre cuando entras a una librería, elegir en el momento la estrategia que has de tomar, y luego atacar... y no rendirse al primer revés sino insistir, probando hasta el último truco que aprendiste la última vez. Cualquier cosa por no regresarte con tus libros, o mejor todavía, por salir con una orden de compra. Es como el polen que deposita un insecto en donde no se le quiere. Crees en la semilla que llevas contigo. Estás seguro de que con que dejes los libros a la vista en la librería alguien llegará y los comprará. Pero primero debes pasar a este Cancerbero, a esta espantosa mujer madura con arrugas de infelicidad en la cara, este símbolo de la tacañería y de la estupidez. Ella es el enemigo, aunque también ella es el amigo. Dios mío, cómo la quieres una vez que te ha comprado algo. Todo tu desprecio se desvanece y se vuelven amigos. Te quedas ahí sentado después de realizar la venta, en una especie de calma después de la tormenta, y te pones a hablar de negocios de un modo amable y tranquilo, ida toda tu furia y con un sentimiento de cabal satisfacción, como si acabaras de concebir una criatura.

James Laughlin en The Way It Wasn't , entrada de "venta de libros".


Joyce ha sido una presencia muy fuerte en mi mente desde los diecisiete años pero nunca leí el Ulises de principio a fin, siguiendo cada palabra y cada renglón mágicos, sino hasta los sesenta. Durante todos esos años leí sobre él, leí sus obras menores, hablé de él como un conocedor, publiqué Stephen el héroe e imprimí Exiliados, compré el libro pionero de Harry Levin sobre Joyce y la edición que preparó Forrest Read de la correspondencia Pound/Joyce, incluso lo conocí, pero en realidad no le entré al Ulises. Me temo que esto diga mucho sobre la superficialidad de mi carrera literaria. El que pasa por encima. El que pica. El que hace calas. ¿Un fingidor? Pero a lo mejor los cuarenta años de procrastinasión fueron buenos. De haberme sampado todo el Ulises a los diecisiete años me habría perdido muchas de sus maravillas por falta de información. A los sesenta se dejaron ver muchas cosas, aunque no todas (¿quién es capaz de reconocer todo?). Y uno sigue aprendiendo del texto. El texto se vuelve más envolvente, hasta de la experiencia propia.

James Laughlin en The Way It Wasn't , acerca del "Ulises" de James Joyce.

25.2.07

El príncipe de los críticos

Considerado como uno de los hitos de la historia de la crítica occidental, Paul de Saint-Victor es también un gran desconocido de la modernidad literaria y aún más, de la historiografía teatral. A continuación se reproduce un texto (publicado en el suplemento El Ángel de Reforma) acerca del llamado "príncipe de los críticos", que nació en París en 1827 y murió en la misma ciudad en 1881.


Saint-Victor en 1870
Por Christopher Domínguez Michael


A De Ita

El dominio de Paul de Saint- Victor sobre la vida literaria y el teatro francés llegó a ser tan persuasivo que sorprende saber que era él y no Sainte-Beuve (1804- 1869) quien merecía el cursilón y rotundo título de “príncipe de los críticos”. Y las pocas imágenes vívidas que tenemos de ese príncipe desterrado por el olvido son aquellas que dibujaron de manera fraterna, ácida y especiosa los hermanos Edmond y Jules de Goncourt en su Diario.
A Saint-Victor los Goncourt llegaron a adorarlo como la más deslumbrante de las inteligencias de Francia. En 1857, le dan la bienvenida como personaje del Diario y en 1860 ya lo encontramos viajando con los Goncourt por las pinacotecas de Munich. Meses después será admitido en las comidas presididas por Gustave Flaubert en el restorán Magny, donde figurará en compañía de Ernest Renan, Alphonse Daudet, Hyppolite Taine e Iván Turgueniev, discutiendo, por ejemplo, si Madame Bovary debe o no llevarse a las tablas.
De aquellos días felices es el siguiente retrato que de Saint-Victor hacen los Goncourt: “Siempre encantador, espiritual, chispeante, estallando en coloridas metáforas... Un espíritu alimentado por lecturas inmensas y extendidas, por una memoria de folletinista enciclopédico... Espíritu de pintor escasamente crítico, con una conciencia poco masculina y poco personal... Aunque lleno de respeto por lo humano, hombre de un gusto ordenado pero soso —una suerte de girondino en materia de arte”. (Journal, I, R. Laffont, 732-733).
Aquellos escrúpulos consignados por los Goncourt se irán apoderando, con los años, del retrato. Es natural que así suceda: tratándose de nuestros amigos, el tiempo convierte a las virtudes en marcas genéticas o en cualidades inmanentes, mientras que los defectos nos parecen obra de la voluntad manifiesta de irritarnos. Tan pronto como en 1862, los Goncourt ya encuentran en Saint-Victor, pese a seguirle reconociendo opiniones amables y finas, una persona —crítico al fin y al cabo— incapaz de tener una opinión propia o alguna idea que no haya sido previamente impresa o profesada por alguien antes que él.
El 11 de julio de 1881, enterado de la muerte de Saint-Victor, ocurrida dos días antes, Edmond de Goncourt —pues su propio hermano Jules había muerto en 1870— anota desganadamente: “Yo estaba malquistado con él y nunca tuve la menor estima por su carácter, pero fue mi compañero de letras a lo largo de tantos años...” (Goncourt, op. cit., II 901).
Los sucesos públicos capitales en la vida de Saint-Victor, como para la mayoría de los franceses de su generación, ocurrieron, en rápida sucesión, entre julio de 1870 y mayo de 1871, de la declaración de guerra a Prusia a la capitulación de Napoleón III, del bombardeo de la capital francesa a la proclamación de la República y el aplastamiento de la Comuna de París. Como tantos de sus colegas, Saint-Victor fue un ardiente nacionalista y un rabioso enemigo de los comuneros, un periodista ansioso de purgar a los prudentes, a los pusilánimes y a los vacilantes, a todo ellos a quienes “el cosmopolitismo les había podrido el corazón”.
En 1872, publicó Barbares et Bandits. La Prusse et la Commune, una colección de artículos que son casi imposibles de tolerar por la impudicia de un lenguaje xenófobo y racista que en nuestros días hemos perdido la costumbre de leer como parte de la literatura. En sus libelos, Saint-Victor relaciona a los prusianos, el enemigo exterior con los comuneros, la quinta columna, organizadores de una orgía roja dirigida por la botella, “el principal instrumento de gobierno de la Comuna”.
Saint-Victor es buen ejemplo de cómo los literatos decimonónicos dejaron muy bien preparada la escena para que se posesionase de ella el espíritu de barbarie del siglo 20. Y creo que, en su caso, su rápida desaparición de la historia literaria tuvo que ver, además que con la debilidad intrínseca al periodismo literario, con su fama de pandillero en la debacle de 1870-1871. A diferencia de otros implicados, como el viejo Flaubert y el joven Zola, Saint-Victor no tenía una obra literaria más o menos imperecedera ni una reputación moral a conquistar que lo defendiese de la reprobación de la posteridad.
Quedémonos, finalmente, con una viñeta de Saint-Victor y de sus maestros los Goncourt, tal como fue consignada en el Diario, a su manera una peculiar obra de grupo, el 22 de octubre de 1866. Edmond y Jules eran “hipermodernos” (lo cual los convierte en nuestros bisabuelos posmodernos) y juraban por el siglo dieciocho como la única antigüedad tolerable y por Voltaire como el único Dios cuyo nombre valía la pena pronunciar.
Y en ese trance provocaban a Saint-Victor denostando a Homero y a los trágicos por anticuados y obsoletos, provocación que “el último de los griegos”, el joven y solemne crítico se tomaba muy a pecho, él, talentosísimo, sentado a la mesa de los inmortales, de la cual fue despedido en un abrir y un cerrar de ojos.


Reforma, El Ángel, 4 de febrero de 2007.

11.2.07

¿Existió el Molière dramaturgo?


La confusa vida y muerte de un cómico o las lecciones de un dramaturguista


Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, puede considerarse como la cima de la comedia clásica en Francia y de la commedia dell’arte adaptada a las formas convencionales del teatro francés (y que el teatro occidental adoptó como universales), para lo que unificó la sonoridad, ciertas formas coreográficas (hasta entonces inéditas) y sobre todo un texto que atendía las necesidades dramáticas de los figurantes en la escena; en algunos casos, más que un dramaturgo Molière fue un dramaturguista. Privilegió casi siempre los recursos cómicos, y fijar temáticamente el drama en la hipocresía de su tiempo mediante la ironía que traspasaba hasta la insolente crítica. Dramaturgo y actor (muchas biografías pasan por alto su profesión cómica), destacó, ante todo, por su sagacidad a la hora de crear caracteres vivos y reales.
Sin embargo, la muerte de Molière, ocurrida en febrero de 1673 ha desvelado los afanes de críticos e investigadores hasta la confusión histórica y el mito, no sólo por las circunstancias de su muerte, sino por la afectación de su obra en la sociedad francesa, así como su figura dramática. El primer dato (de su muerte) dice que falleció el día 12 de febrero (pero fue enterrado hasta el día 17, por órdenes de la Iglesia católica que consideraba la profesión de cómico inmoral, y fue necesaria la intervención del rey, aún así el actor fue sepultado de noche), aunque lo común es recordar la muerte del dramaturgo el día 17 de febrero. La fecha es lo de menos, puesto que la tesis histórica –sobrevaluada después de la revolución francesa y plagada de romanticismo– dice que murió en el escenario, cuando interpretaba un personaje de su propia creación en El enfermo imaginario (¡Oh, paradoja!).
Otra versión dice que al sentir extraños dolores en el vientre, decidió dejar la puesta en escena y fue a morir a su casa, unos minutos después de haber pisado el escenario, durante la cuarta función de El enfermo imaginario. Se dice que murió en París, aunque existe la versión de que murió en un pueblo cercano –la cual ha sido desestimada hace tiempo– justo cuando apareció otra dilucidación de la muerte de Moliére, la que cuenta que había muerto en el traslado de una villa cercana a París y su casa, antes de comenzar la función, a causa de una súbita enfermedad. No faltó también –en el siglo IXX, especialmente– quien culpara a la Iglesia de la muerte del cómico, y pusiera en la mesa de las explicaciones histórica, la tesis de que Moliére había sido envenenado antes de comenzar la función, por parte de un misario del clero.
Mi versión es que el desquiciado cómico francés, poeta de la escena, no agonizó en un mugriento escenario de París; está vivo su drama, y eso es lo que importa, por encima de las tildes biográficas de especialistas, vive en la memoria de actores, directores, adaptadores, lectores y espectadores. Se exageran las circunstancias en la muerte del dramaturgo sólo para darle a su condición de actor un carácter de emoción, de exotismo, que no necesita, dada la altura intelectual y el poder de su pluma, que puso a temblar a burgueses y cortesanos. No podemos juzgarlo como actor, pero sí como autor, y su muerte sólo es consecuencia de su amor por el teatro.
Aunque ahora su amor por el teatro puede ponerse en tela de juicio, y entonces Molière pasaría a la historia sólo como un ambicioso. Apologías y efemérides aparte, al parecer (lo dice un filólogo francés) tampoco podemos celebrarlo como dramaturgo. Denis Boissier, presentó en el 2004 un libro donde indica que Molière no es más que un impostor, y que jamás escribió una obra de teatro. En el libro El caso Molière, se ofrecen unos 130 indicios —no pruebas concluyentes— de que el escritor francés Jean-Baptiste Poquelin, habría pagado a Pierre Corneille (1606-1684) para que le escribiera en secreto las obras de la más trascendental y conocida dramaturgia del teatro francés.
Boissier asegura haber leído más de 300 textos y libros sobre ambos dramaturgos y llega a la conclusión de que la ajetreada vida de Moliére, en pleno siglo XVII, y su falta de erudición, son totalmente incompatibles con el número y el calado de las obras de teatro que se le atribuyen. Se apoya en la ausencia de trazas manuscritas de las obras o al menos cartas que atestigüen el proceso de creación. "Molière no escribió nada en toda su vida", asevera Boissier, "y el rey Luis XIV, que no era tonto, dudaba mucho de que éste tuviese el tiempo de escribir, puesto que pasaba sus días actuando, dirigiendo las obras, organizando las giras provinciales de su compañía y divirtiéndose". ¿Cómo es posible que Moliere produjera tantas obras en tan poco tiempo? ¿Por qué Poquelin decidió adoptar de repente este pseudónimo tras pasar seis meses en Ruán, donde vivía Corneille? ¿Por qué este último nunca se pronunció sobre la obra de su compatriota?, son algunas de las paradojas que Boissier explora en su obra. Lo que Boissier afirma echaría por tierra la imagen del gran autor dramático, libertino y genial, que la Revolución francesa encumbró por sus manifestaciones anticlericales y ese desparpajo para hablar contra la burguesía francesa.
Es probable que sea Molière el más importante escritor francés y sin duda uno de los dramaturgos más sobresalientes de la historia, sin embargo, esta propuesta histórica sobre la veracidad de su estampa provoca desconcierto entre sus admiradores (yo entre ellos). Por fortuna, Alain Niderst, profesor universitario experto en Molière, considera que la tesis está "despojada de credibilidad y de toda prueba formal" y que Corneille nunca tuvo la visión cómica del autor de El Tartufo o El enfermo imaginario, pero consiente que el libro "abre un problema interesante".
Quizá el problema reside justamente en la condición de dramaturguista de Molière (es decir, un tipo que escribe desde la escena y corrige según los planteamientos y necesidades de un grupo actoral específico), porque antes que ser un dramaturgo convencional (como hoy se dice, de gabinete) que entregaba los textos a compañías establecidas, se tratatba de un actor, quizá poco instruido, pero con una gran olfato escénico, y mucha intuición para los desarrollos cómicos. Quizá este sea el problema que origina la confusión histórica.
Lo cierto es que las indagaciones de Boissier se apoyan en la ausencia de cartas y manuscritos, además de que alega complicidad entre Molière y la corte (“era un protegido del rey”) para invitar a la sospecha. Ya en 1919 el poeta Pierre Loüys escribió: "no es el estilo de Corneille, sino la firma de Molière la que necesita de pruebas". Una polémica a la que no han sido ajenos otros grandes del teatro, como el propio Shakespeare, en quienes algunos expertos han visto sólo la figura y el nombre de la obra dramática de Francis Bacon.
¿Existió el Molière dramaturgo o sólo celebramos al director de escena y actor? ¿Y cuándo y por qué ocurrió verdaderamente su muerte? ¿Pudo ser el propio Pierre Cornielle harto de la fama ajena?