De esos días en que sólo hay voluntad para escarbar en los archivos periodísticos del quehacer cibernético, encontré esta reflexión de 1996 sobre la lectura (y con ella la literatura española), del crítico Christopher Domínguez Michael. A más de diez años de distancia, en México, pocas cosas han cambiado verdaderamente ¿O será que diez años no son nada? En fin, aquí queda el testimonio del crítico de Coyoacán.
Lo que no leen los que leen en México
por Christopher Domínguez Michael
Paseando por los tiraderos de las grandes librerías del sur de la ciudad, donde se rematan los clavos, esos libros quedados durante décadas, o admirando las cada vez más atractivas (y caras) casas de Palma y Donceles, uno descubre qué es lo que no leen quienes en México deberían hacerlo. Pues ya Gabriel Zaid explicó que el problema no es que lean el carnicero o la costurera (que en ningún país leen), sino que no lean los universitarios, pues el número de graduados es mucho más alto que el tiraje de los libros técnicos o humanísticos. Me impresiona que en los saldos abunde, en lo que a letras respecta, la literatura española. Valera, Galdós, Clarín, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala y hasta Juan Benet (acercándonos a nuestros días), o los clásicos castellanos, con excepción de Cervantes y Quevedo, son los autores que usted puede adquirir a 5, a 10, a 20 pesos en calidad de clavos. Esto quiere decir, supongo, que los amantes de las letras desprecian esa prosa (y los magníficos estudios críticos que a veces genera), y prefieren leer autores mexicanos o a los clásicos franceses o rusos. Este fenómeno, que no es ninguna sorpresa si se recorren las bibliotecas particulares de los propios intelectuales, queda dramáticamente constatado en el pequeño mercado del libro capitalino. Yo también fui de quienes despreciaban -sin haberla leído, claro- esa literatura, hasta que amigos piadosos me advirtieron que la corrección de mi horrible gramática debía pasar por la voluntad de dominar a quienes habían escrito en mi lengua. Ahora que no suelto mis Galdós por ningún motivo, me alegro de pertenecer a una sección de la VI Internacional, pues cada vez que necesito literatura española me basta con 100 pesos para surtirme por un año, pues mis autores predilectos duermen el sueño de los justos en tenderetes libreros de toda laya. Y cuando leo los horrores que redactan la mayoría de los escritores más jóvenes me doy cuenta que ellos, como a mí me ocurría, leen español de traducciones. El desprecio por la literatura española del siglo XIX, por ejemplo, es un enigma crítico que puede empezar a resolverse preguntándose por qué no la leen quienes debieran.
por Christopher Domínguez Michael
Paseando por los tiraderos de las grandes librerías del sur de la ciudad, donde se rematan los clavos, esos libros quedados durante décadas, o admirando las cada vez más atractivas (y caras) casas de Palma y Donceles, uno descubre qué es lo que no leen quienes en México deberían hacerlo. Pues ya Gabriel Zaid explicó que el problema no es que lean el carnicero o la costurera (que en ningún país leen), sino que no lean los universitarios, pues el número de graduados es mucho más alto que el tiraje de los libros técnicos o humanísticos. Me impresiona que en los saldos abunde, en lo que a letras respecta, la literatura española. Valera, Galdós, Clarín, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala y hasta Juan Benet (acercándonos a nuestros días), o los clásicos castellanos, con excepción de Cervantes y Quevedo, son los autores que usted puede adquirir a 5, a 10, a 20 pesos en calidad de clavos. Esto quiere decir, supongo, que los amantes de las letras desprecian esa prosa (y los magníficos estudios críticos que a veces genera), y prefieren leer autores mexicanos o a los clásicos franceses o rusos. Este fenómeno, que no es ninguna sorpresa si se recorren las bibliotecas particulares de los propios intelectuales, queda dramáticamente constatado en el pequeño mercado del libro capitalino. Yo también fui de quienes despreciaban -sin haberla leído, claro- esa literatura, hasta que amigos piadosos me advirtieron que la corrección de mi horrible gramática debía pasar por la voluntad de dominar a quienes habían escrito en mi lengua. Ahora que no suelto mis Galdós por ningún motivo, me alegro de pertenecer a una sección de la VI Internacional, pues cada vez que necesito literatura española me basta con 100 pesos para surtirme por un año, pues mis autores predilectos duermen el sueño de los justos en tenderetes libreros de toda laya. Y cuando leo los horrores que redactan la mayoría de los escritores más jóvenes me doy cuenta que ellos, como a mí me ocurría, leen español de traducciones. El desprecio por la literatura española del siglo XIX, por ejemplo, es un enigma crítico que puede empezar a resolverse preguntándose por qué no la leen quienes debieran.
Publicado en El Ángel de Reforma, el 4 de agosto de 1996.