17.12.07

¿Post o Pre?


Conseguir yogurt no light en Montrèal era casi una misión imposible. No sólo era más caro, también importado y de sabores exóticos, con sospechosa fecha de caducidad. En tiempos de cerograsa, los lípidos son tercermundistas. Es curioso, además, que mientras la sociedad se organiza para evitar la catástrofe sebosa, la carne y otros productos animales de primer orden que se comercializaban en Montrèal podrían habitar las peores carnicerías de los países más subdesarrollados, no sólo por su estado de descomposición, también porque la oferta era mínima.
Y así va el encanto de La Belle Province. Convive lo mismo el más grasiento fast food, la comida tradicional oriental, el maravilloso bufette chino al que alguna vez hice referencia, la comida mexicana, mexicotexana, y la presuntamente mexicana, con varios establecimientos para devorar semillas y productos que cultivan y atienden viejos hippies neoliberales. Si es verdad que la gastronomía es el semblante de un pueblo, de una sociedad, en Montrèal día a día se modificaba el semblante.
Ante el mestizaje avasallante, el sincretismo continúo, la llegada y partida de inmigrantes, turistas y ese ambiguo grupo de angloparlantes que habitan la ciudad (tienen su propio feudo-barrio), Montrèal es la ciudad ideal para sentirse ciudadano del mundo, pero esa condición es casi anecdótica si se pretende ser algo más que un turista.
La batalla de la identidad está siempre en el centro de la realidad social. Los puentes culturales que ha tendido una ciudad tan moderna y abierta como Montrèal no son suficientes para evitar la discriminación y el racismo, sin embargo, es mucho más soportable que en otras partes del planeta.
En el corazón helado de la isla de Montrèal habita una creciente comunidad hispanohablante, latinoamericana, mexicana. La mexicanización de Canadá es inminente, la de Québec está garantizada. La comida mexicana, por ejemplo, ha dejado de ser exotismo tequila-limón-picante para entrar discretamente en la dieta habitual de miles de personas cuyo origen es lo de menos.
Aspiro a que no me ciegue la nostalgia. Los precios exorbitantes – transporte, servicios, comida y ocio – sumado al desconocido concepto de precio fijo de algunos artículos, hacía la vida complicada en la ciudad más grande la provincia de Québec. Por si fuera poco, el trozo de verano que viví fue atroz. No sólo por el calor desértico, también por las decenas de estadounidenses que cruzan la frontera para emborracharse y entorpecer las calles, los japoneses que no cesan de hacer fotos, y la demasiada oferta callejera que va más allá del eufemismo de cultura y arte callejero cuando en realidad se prodigan mendigos y farsantes. Montréal en verano es postTijuana, la Tijuana del Norte con su casino monumental para que los ancianos derrochen fortunas aburridos, y la música electrónica en el parque de al lado te haga buscar unas monedas para comprar las drogas que la hagan soportable.
Llega el frío, las tormentas de nieve, y la ciudad es bellísima, silenciosa, taciturna, recupera el encanto de una isla donde conviven centenares de personas cuyo origen es tan disímil que por momentos no es Estados Unidos, ni Canadá, quizá es Montrèal, una ciudad ausente del gran ogro yankie, al menos en lo que se enciende la televisión, se visita el cine, se topa con el centro comercial.
Tuve suerte de vivir en el centro (Saint Denis-Sherbrooke), de ver correr a las ardillas en el parque, de conocer una tienda muy barata atendida por turcos y de tratar a personas estupendas, Liliana Pedroza, Alberto Sánchez Allred, Sergio Cano, Abuac Citlali, Javier Valdés, Francine Royer, Compagnie Deux Mondes y otros.

México está entre el proyecto de su autodestrucción y la indiferencia paulatina por el mismo tema. Cuando la desgracia apocalíptica llegue a territorio mexicano nadie notará la diferencia, acaso las alarmas del fin de los tiempos sonarán (tarde) y despertarán a unos cuantos perros. Es curioso llegar a un país, y especialmente a su gran ciudad donde la explosión demográfica y la inseguridad reinan altivas mientras miles de capitalinos se pelean por llegar al Zócalo y disfrutar de los 15 minutos de hielo debajo de sus pies en la pista más grande que jamás haya visto ojo humano. Una zona de México ha transitado del surrealismo de Bretón a la posmodernidad del cómic que Rius hace ver como puro realismo.
Pienso que México y yo nos parecemos, por ejemplo, en que quiero honestamente bajar de peso y estar en forma, pero me resisto a dejar de comer hasta el hartazgo. Todos los mexicanos quieren tener un país distinto, eficiente, más limpio y medianamente saludable, pero nadie está dispuesto a cambiar el tamal por las barras energéticas, o las chalupas por la soya, todos se quejan de los desastres naturales (ver Tabasco) pero no se recicla basura, ni se guarda el automóvil aunque sea un día. Ya se sabe, el peor enemigo de un mexicano es ese otro mexicano que se mira en el espejo y no se reconoce.

Oviedo me gusta. Hoy caminé varias calles del centro y supe cómo volver a casa, sin preguntar a un solo policía o dependiente. Supongo que eso me hace ciudadano ovetense. Desde el estudio que tenemos se ve a los viejos pasear sus perros por el congelado pasto del parque mientras una ráfaga de sol me hace subir la persiana, pensando que tal vez así evitemos la glaciación.