Maletas. Confiar en que todo esté adentro, que si algo se olvida, sea prescindible, reemplazable. No pensar en la fatalidad. Actitud de magnate que hace un viaje así cada fin de semana. Llamadas, mails, desconectar el disco duro extraíble, imaginar los Gb sobrantes, sin utilizar, como neuronas-nonato. Adiós al eMule, a su lenta descarga del documental de la magia en Harry Potter, incompleta, fuentes insuficientes. Despedirse de bobos rituales privados y cotidianos, no hay necesidad de cerrar el gas, por ejemplo, no tenemos. Nostalgia de algo; imprecisión de la nostalgia, es tan frágil que se escapa al tirar de la cadena. Trámites absurdos de última hora. Los trámites siempre son absurdos. Mirar a Polka a los ojos, sabe que algo ocurre. Se lame. Un sudor tibio y las cosquillas nerviosas centelleando en las encías mientras escribo. La inminencia del viaje. El viaje como refundación del yo más patético: el turista despistado con maletas enormes. Yo soy el viaje. El viaje habita a mí, cada cierto tiempo, como una droga no muy potente, mitad coca, mitad talco. Levanto el trasero y pido un taxi, en mis sueños-despierto el taxista me habla en latín. Volver a México, donde los taxis son hermosos “escarabajos” pintados en verde, blanco o rojo. Abrazar a Maya. Mostrar las fotos del último año a la familia y animales domésticos, encontrarme con mi padre, o su fantasma. Quería dedicar sus últimos años a viajar. Taxi. Autobús. Aeropuerto. Así varias veces. Escalas, amigos, citas, salas de espera, quizá souvenirs. Y en breve de vuelta a casa, en esta misma silla para planear el viaje de vuelta.
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