En la última obra del dramaturgo hispanoargentino (Versus), el joven Rodrigo García (1964), un actor introduce un conejo vivo en un horno de microondas. Suponemos que el horno es falso y aunque aparece una luz amarillenta mientras el conejo va dando vueltas, uno piensa que más allá de los comunes y repetidos artilugios de García (griterío, diálogos prosaicos, algunas tetas y actores que han salido del “mundo real” y no de una escuela de arte dramático), el mejor trágico de la obra es un conejo blanco de ojos rojizos.
Sólo espero que cobre caché y su tajada de subvención.
Según dice García en la prensa, en los últimos años, se queja, no ha tenido sitio en los escenarios españoles y ha tenido que buscar refugio en países como Francia. Sí le llamaron, reconoce, «de teatros oficiales, pero no podía trabajar en total libertad; o me imponían un tema o un equipo de trabajo».
Supongo que alguien le incriminó que hubiera un veterinario tras bambalinas por si le ocurría algo al conejo.
Sólo espero que cobre caché y su tajada de subvención.
Según dice García en la prensa, en los últimos años, se queja, no ha tenido sitio en los escenarios españoles y ha tenido que buscar refugio en países como Francia. Sí le llamaron, reconoce, «de teatros oficiales, pero no podía trabajar en total libertad; o me imponían un tema o un equipo de trabajo».
Supongo que alguien le incriminó que hubiera un veterinario tras bambalinas por si le ocurría algo al conejo.
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