Hay algo en Santiago de Chile que huele bien.
Y no es sólo la comida (completos y empanadas gigantes en Plaza de Armas, mariscos en el Mercado Central, comida peruana en la calle San Antonio), también el clima de civilidad que impera (quizá incentivado por cierto estado policial evidente) y un ritmo de vida que oscila entre lo europeo (ciertas costumbres, el dibujo arquitectónico, los precios) y la festividad latinoamericana.
Huele bien Chile. Huele a un lugar donde algo se hace bien, ordenadamente, sin tanto caos ancestral. Empero, llama la atención ver tantos perros y gatos callejeros y muchos vagabundos en la calle en pleno invierno, demasiadas iglesias y comercios que cierran a las seis de la tarde. Pero parece un lugar donde la victoria de la urbanidad sobre el pantano de la torpeza se está consumando.
Es lugar de poetas y de novelistas, de teatro butho y de la canción de protesta continental.
¿Qué obras, qué líneas escribiré en este país? ¿Qué sentiré después de dejar Chile?
Por lo pronto, el frío obliga a retirarme.
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