21.7.14

Terminó el Mundial, Argentina subcampeón y cómo odiaba mi abuela a Maradona

Texto publicado originalmente en la revista bilingüe Indias-Indies.
Aquí.


Mi primera palabra fue “gol”. No dije mamá o papá o gato. Dije “gol” en las piernas de mi abuela. Ella me cargaba y veíamos juntos todos los partidos que daban en la televisión. O eso me cuenta mi madre. Y un día comencé a gritar “gooool”. Nací en el año de 1984, lo cual indica que el Mundial de México ’86 lo disfruté (aunque obviamente no lo recuerdo) frente a la vieja tele gris de mi abuela, a quien llamé Mamá Toto (Beatriz Alicia Álvarez-Icaza Camargo, su nombre de pila) hasta su muerte; sabiendo que no era una segunda madre, sino otra madre.
        Juntos en su cabaña de los Llanos de Apan, lejos de todo el bullicio, siguiendo cada jugada, debimos de ver decenas de partidos. Otros los escuchábamos en su radio roja de pilas, especialmente cuando ella se trasladaba a la cocina. Era un ritual extraordinario, ya en la cena o en el almuerzo: estar sentados a la mesa, casi en completo silencio, escuchando el futbol en la radio distorsionada. De vez en cuando hacíamos exclamaciones y mi abuela se levantaba, nerviosa como era, para ajustar el volumen del viejo aparato. Un pretexto para no estarse quieta.
        Mi abuela amaba el fútbol. Era una de sus devociones. Me gusta pensar que aquel gol mítico de Maradona (“barrilete cósmico, de qué planeta viniste”) contra Inglaterra en el estadio Azteca lo vimos juntos. Y yo me emocioné y ella se desilusionó. No empatizaba con Maradona y después del gol de “la mano de dios” (que ocurrió en ese mismo partido, unos minutos antes) le gustó menos. Es un drogadicto y un tramposo, me decía siempre que yo defendía al Diego. Ella amaba a Pelé, a quien vio jugar en México ’70. Esa dicotomía originaba discusiones exageradas que a mí me hacían mucha gracia.
        Como a muchos mexicanos de su generación (los nacidos a principios del siglo pasado) no le gustaban los argentinos. Es curioso cómo para una parte de la sociedad civil mexicana aún ahora se pueden tolerar todos los triunfos latinoamericanos, incluso hispanoamericanos en cualquier competencia, excepto si son argentinos. Hay una envidia muy particular contra lo argentino (los dos polos de este subcontinente, quizá), una relación de antipatía que no he logrado descifrar y que se verifica hasta el paroxismo en el futbol. Y mi abuela representaba con cabalidad esa afrenta casi genética.
        Ahora que se acerca una nueva Copa del Mundo recuerdo (aquí sí con nitidez) haber visto la final de Italia ’90 a la par. Mi abuela apoyaba a los alemanes y gritó el gol de Brehme contra la Argentina como si hubiera sido su coterráneo. Ahí comenzaron nuestros piques. Ella del Real Madrid, yo del Barça desde niño. Ella pro Hugo Sánchez, yo con Romario. Ella del América, yo del Pachuca (aunque ella también hinchaba por los tuzos del Pachuca). Ella apoyaba a México en cada mundial o Copa América y yo al contrario (por ser anti nacionalista, pero sobre todo, por llevarle la contraria). Así nos gustaba vivir, así disfrutábamos los partidos de futbol, en una dialéctica constante. Un único enemigo nos unía: Estados Unidos. Solo los gringos nos alineaban en el mismo bando.
        Vimos juntos los mundiales de USA ’94 (a ella casi le da un infarto en la serie de penales de México contra Bulgaria) y en Francia ’98 se ilusionó con el “matador” Luis Hernández. En Corea y Japón y en Alemania no teníamos muchas esperanzas pero disfrutamos hasta el último minuto de ese juego contra Argentina en cuartos de final en el cual Maxi Rodríguez hizo un gol exquisito que eliminó a los dirigidos por Ricardo Antonio Lavolpe. Mi abuela decía que no podías enfrentar a los argentinos con un entrenador argentino y se enardecía frente a la televisión, pidiéndole explicaciones.
        Así la recuerdo: moviendo los dedos nerviosa implorando al “diablo panzón” para evitar un contraataque del rival o el remate de cabeza en un tiro de esquina del enemigo. Hablando con la tele, discutiendo con los relatores, insultando al colegiado: “árbitro horrible”. No le gustaba el juego de posesión (decía que el Barça le aburría mucho) y se quejaba de “tanto pasesito”. No era una hincha fácil de complacer. Había visto futbol casi desde niña y con el tiempo solo le interesaban los equipos valientes.
        En el mundial pasado solo vi un partido a su lado. El juego que México perdió con Uruguay en Rustenburg. Después tuve que volar a Santiago de Chile donde vimos cómo lentamente la selección española se levantó con los honores en aquella final contra Holanda. Recuerdo una llamada posterior vía skype en la cual mi abuela estaba emocionada: “España es campeón, no lo puedo creer”. Para alguien de origen ibérico que había visto a “La roja” siempre perdedora, ese triunfo era un auténtico lujo esperanzador. “El próximo mundial le toca a México”, me dijo.
        Creo que no sucederá, por más que mi abuela lo hubiera deseado hasta el infinito. México está muy lejos de ganar una Copa del Mundo. Lo cierto es que será muy difícil ver mi primer mundial sin saber que ella, desde su vista nublada y su oído débil estará en sus territorios gritando por su selección. Es lo terrible de la muerte, nos roba las ganas de ver un mundial solo para cantar los goles de Argentina frente a tu abuela y esperar su acostumbrada diatriba. ¿Qué sentido tiene ahora la Copa del Mundo?
        Me gusta pensar que aquel 22 de junio de 1986 vimos juntos el gol del siglo de Diego Armando Maradona y que ella, consciente de que yo no lo recordaría y aficionada como era al buen juego, también aplaudió ese gol, aunque nunca lo aceptara.

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