Nunca falta un chovinista aguafiestas, un nacionalista a ultranza, un defensor de la purísima cultura local. El continente hispanoamericano está lleno de falsos profetas de la identidad. Bajo este pretexto, tanto autoridades como instituciones eclesiales han sugerido y en otros casos prohibido celebrar el Halloween argumentando que se trata de una fiesta estadounidense que, en este tipo de actos, despliega su más feroz rostro imperialista.
Si alguien le molesta el Yanki-imperio es a mí. Pero no creo que una fiesta para disfrazarse y obtener dulces sea ofensiva a ninguna cultura local con verdadero arraigo. En realidad es demasiado tentador para un niño disfrazarse, pedir dulces, caminar en la noche con amigos y reírse de la muerte, en suma, celebrar la victoria de la infancia sobre el jardín de la tediosa adultez. ¿Por qué les debemos prohibir a los niños este acto de disipada teatralidad?
Cuando uno deja de ser quien es y adopta un personaje, popular o inventado, bueno o malo, no sólo alimenta un ideal o características impropias, sino que toma distancia con el mundo, lo mira desde otra perspectiva, y ese cambio de conciencia, es el principio de la actoralidad. Esa visión de puesta en escena callejera, de hapening multitudinario es quizá la mayor fiesta de teatralidad de los niños occidentales. ¿Quién soy yo para negarles un poco diversión?
Creo que se debe festejar el Halloween si además las costumbres y los ritos sobre la muerte se preservan. De algún modo, esta fiesta callejera y ruidosa es bastante más vieja que los Estados Unidos, pues en realidad se trata de un agasajo de origen celta que fue exportado muy probablemente por inmigrantes irlandeses.
En Montréal me pareció una fiesta bastante menos espectacular de lo que esperaba. Un poco monótona. Los niños no estaban tan entusiasmados como creo que sucede en otras partes del mundo. Quizá eso debe a que esta celebración les resulta demasiado familiar, tal vez los niños quebecúas estarían fascinados con poner un altar de muertos en el salón de casa como se hace en México, por ejemplo. En fin, lo cierto es que a mí me gusta esta fiesta, aunque le he perdido el vértigo infantil y sólo me quedan las ganas de llenarme de dulces y amanecer en un coma diabético a mitad de la calle.
Para los puritanos ultradefensores de la cultura local o nacional o tradicional, bastaría con recordarles lo arcaico de esta fiesta y que el mundo, a pesar de ellos, cambia constantemente. Para muestra: hace no tantos años muchas culturas ni siquiera comían con cubiertos, tampoco se limpiaban la nariz con papel ni le permitían a sus mujeres el derecho a opinar, ni mucho menos a votar, y ni hablar de otros préstamos culturales como la pizza o las fragancias. Hoy todo esto nos parece natural. No es un asunto de globalización, sino recompartir la cultura, que sean los niños quienes disfruten el banquete.
Si alguien le molesta el Yanki-imperio es a mí. Pero no creo que una fiesta para disfrazarse y obtener dulces sea ofensiva a ninguna cultura local con verdadero arraigo. En realidad es demasiado tentador para un niño disfrazarse, pedir dulces, caminar en la noche con amigos y reírse de la muerte, en suma, celebrar la victoria de la infancia sobre el jardín de la tediosa adultez. ¿Por qué les debemos prohibir a los niños este acto de disipada teatralidad?
Cuando uno deja de ser quien es y adopta un personaje, popular o inventado, bueno o malo, no sólo alimenta un ideal o características impropias, sino que toma distancia con el mundo, lo mira desde otra perspectiva, y ese cambio de conciencia, es el principio de la actoralidad. Esa visión de puesta en escena callejera, de hapening multitudinario es quizá la mayor fiesta de teatralidad de los niños occidentales. ¿Quién soy yo para negarles un poco diversión?
Creo que se debe festejar el Halloween si además las costumbres y los ritos sobre la muerte se preservan. De algún modo, esta fiesta callejera y ruidosa es bastante más vieja que los Estados Unidos, pues en realidad se trata de un agasajo de origen celta que fue exportado muy probablemente por inmigrantes irlandeses.
En Montréal me pareció una fiesta bastante menos espectacular de lo que esperaba. Un poco monótona. Los niños no estaban tan entusiasmados como creo que sucede en otras partes del mundo. Quizá eso debe a que esta celebración les resulta demasiado familiar, tal vez los niños quebecúas estarían fascinados con poner un altar de muertos en el salón de casa como se hace en México, por ejemplo. En fin, lo cierto es que a mí me gusta esta fiesta, aunque le he perdido el vértigo infantil y sólo me quedan las ganas de llenarme de dulces y amanecer en un coma diabético a mitad de la calle.
Para los puritanos ultradefensores de la cultura local o nacional o tradicional, bastaría con recordarles lo arcaico de esta fiesta y que el mundo, a pesar de ellos, cambia constantemente. Para muestra: hace no tantos años muchas culturas ni siquiera comían con cubiertos, tampoco se limpiaban la nariz con papel ni le permitían a sus mujeres el derecho a opinar, ni mucho menos a votar, y ni hablar de otros préstamos culturales como la pizza o las fragancias. Hoy todo esto nos parece natural. No es un asunto de globalización, sino recompartir la cultura, que sean los niños quienes disfruten el banquete.
5 comentarios:
Lo que es absurdo es que sigamos la corriente de infantilización americana en todos los ámbitos: como la muerte les parece desagradable la disfrazan y la adaptan a los niños con caramelos y sustos de mentira. No se ríen de la muerte, la esconden y la banalizan, con su merchandising incorporado, que no falte.
Todo lo convierten en juego, en una gran disneylandia. Luego no entienden que haya soldados traumatizados después de una guerra, claro, como los fusiles eran marca ACME.
Si tuvieras hijos sabrías que a los niños les salen los caramelos por las orejas y acaban todos en la basura.
¿y por qué, si hay que inportar culturas ajenas, no celebramos el año nuevo chino o la feria de Córdoba en Perú?
Aunque bueno, a mí también me gusta Halloween, ya sabes por qué...
qué pena, defender una fiesta de otra cultura que sólo daña las nuestras, con estos intelectuales de altos vuelos, a dónde vamos a llegar?
También en España hay mucha denuncia sonora del Halloween. Yo pienso que todas las tradiciones tienen un origen que no está precisamente en el origen del mundo... Todo cambia, tampoco hablamos las lenguas que se hablaban hace dos mil años en nuestros países (que tampoco existían como tales). No sé, me parece una pena que la globalización suponga una pérdida, pero es inevitable, en todos los campos, no solo los culturales. Y quizá cada sitio acabará adaptando la tradición a su forma de ser o la dejará de lado. A mí me molestan más otros aspectos, por ejemplo, traducciones casi incomprensibles como la que circula aquí de "truco o trato". La idea es que digamos lo que queramos, y hagamos lo que queramos, pero bien. Pero personalmente no creo en la preferencia de unas tradiciones sobre otras, de lo local sobre lo foráneo, de lo viejo sobre lo nuevo.
Totalmente de acuerdo con la opinión de Darabuc. Siendo como soy anti-yanqui, me molestan mucho más otras cosas de su política o de su cultura. Pero a los puritanos nacionalistas se les va siempre de las manos el tema mientras compran sus cigarros Marlboro, beben Coca-Cola, escuchan música gringa, ven Friends en la televisión y usan la tecnología norteamericana, digamos, de Billa Gates.
En fin, a pesar de no tener hijos, fuí niño, y mucha ilusión me hizo disfrazarme dos horas durante una noche, en un año.
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