Publicado en Reforma, sección Cultura, el 19 de diciembre de 2008
Derechos humanos y grito de Job
por José Ramón Enríquez
La muerte de doña Amalia Solórzano de Cárdenas ha coincidido con la celebración del sexagésimo aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre por una entonces recientemente creada Organización de las Naciones Unidas.
La coincidencia de una dolorosa noticia y una conmemoración que debería ser feliz, también permite recordar la importancia que doña Amalia tuvo en la defensa de las mejores causas, desde su participación fraternal ante una República Española agredida por el fascismo y ante la Expropiación Petrolera, hasta su postura siempre en defensa de las clases menos favorecidas, sobre todo durante los sexenios del llamado neoliberalismo, y los derechos del mundo indígena que fueron puestos en la mesa de discusiones por el alzamiento del EZLN.
Respecto a esto último, hace unos días en estas mismas páginas, el licenciado Granados Chapa recordó y citó en extenso algunos pasajes del libro Estampas para el recuerdo. Los caminos indígenas de doña Amalia, escrito por ella misma y Julio Moguel.
En relación a lo ocurrido hace 70 años, como hijo del exilio español, me corresponde rendir homenaje a doña Amalia y dar mi más sentido pésame tanto a su hijo como a toda su familia. A la altura de sus padres, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano ha sido referente para las izquierdas en nuestro país durante las últimas décadas, aun cuando oportunismos populistas que han usufructuado y aun traicionado lo construido por él, hayan querido relegarlo en el lustro que corre.
Malos tiempos han sido los de este nuevo milenio que parecía promisorio. Si hace 60 años, tras los horrores de la Segunda Guerra, la ONU convirtió en solemne Declaración algo que debería resultar obvio, no significa que haya sido llevado a la práctica. Y hoy parecería no sólo que cualquier derecho cede cada día más ante la delincuencia organizada, sino que los propios Estados, con argumentos de "seguridad nacional" inaceptables, hacen a un lado lo que firmaron entonces.
Sobre todo Estados Unidos que, representados por quien fuera otra gran primera dama, Eleanor Roosevelt, fue propulsor principal de la Declaración. Un país que mantiene, con Guantánamo, no sólo un crimen de lesa humanidad sino un ejemplo para mandatarios que lo utilizan como coartada.
Da la impresión de que se retrocede en lo avanzado y el futuro se ve mucho más oscuro en este tema de lo que parecía hace unos cuantos años. Los gritos de muchas víctimas de abusos, aparentemente legales o francamente ilegales, se antojan un solo grito que se une a los de épocas que parecían superadas.
Precisamente Job la obra de Enrique Olmos de Ita que obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Manuel Herrera 2008, de Querétaro, es una reflexión desde lo más íntimo sobre el ser humano en su total indefensión ante un secuestro, ilegal en este caso, pero que bien podría trasladarse a Guantánamo.
Tras escuchar cómo el ser humano lanza hoy aquel lamento que reencarna uno de los más bellos y terribles textos de la Biblia, el Job de Enrique Olmos llega a la más desgarradora de las blasfemias que para él se convierte en la más alta muestra del amor a Dios en medio de la injusticia impensable que habita su creación.
Queda para los creyentes decidir si Dios desea, permite o es víctima desde la cruz de la violencia cainita. Para los simples habitantes del mundo contemporáneo queda un paisaje desesperanzado, absurdo, suicida. Porque tiene toda la razón el lema de la Comisión Europea sobre Derechos Humanos: "nos conciernen a todos".
Aun los aparentemente impunes se van volviendo Job. Y todos acabaremos como Job, en un basurero climático, económico, de integrismos religiosos, literalmente irrespirable, increpando a un Dios que cada día se demuestra más impotente ante las brutalidades de su criatura.
Mientras las respuestas se buscan, la realidad se encharca, y autores como el muy joven mexicano Enrique Olmos de Ita realizan una labor profética que debería de ser la meta del teatro actual. Desde distintos tonos, con voces diversas, pero siempre con esa meta.
La coincidencia de una dolorosa noticia y una conmemoración que debería ser feliz, también permite recordar la importancia que doña Amalia tuvo en la defensa de las mejores causas, desde su participación fraternal ante una República Española agredida por el fascismo y ante la Expropiación Petrolera, hasta su postura siempre en defensa de las clases menos favorecidas, sobre todo durante los sexenios del llamado neoliberalismo, y los derechos del mundo indígena que fueron puestos en la mesa de discusiones por el alzamiento del EZLN.
Respecto a esto último, hace unos días en estas mismas páginas, el licenciado Granados Chapa recordó y citó en extenso algunos pasajes del libro Estampas para el recuerdo. Los caminos indígenas de doña Amalia, escrito por ella misma y Julio Moguel.
En relación a lo ocurrido hace 70 años, como hijo del exilio español, me corresponde rendir homenaje a doña Amalia y dar mi más sentido pésame tanto a su hijo como a toda su familia. A la altura de sus padres, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano ha sido referente para las izquierdas en nuestro país durante las últimas décadas, aun cuando oportunismos populistas que han usufructuado y aun traicionado lo construido por él, hayan querido relegarlo en el lustro que corre.
Malos tiempos han sido los de este nuevo milenio que parecía promisorio. Si hace 60 años, tras los horrores de la Segunda Guerra, la ONU convirtió en solemne Declaración algo que debería resultar obvio, no significa que haya sido llevado a la práctica. Y hoy parecería no sólo que cualquier derecho cede cada día más ante la delincuencia organizada, sino que los propios Estados, con argumentos de "seguridad nacional" inaceptables, hacen a un lado lo que firmaron entonces.
Sobre todo Estados Unidos que, representados por quien fuera otra gran primera dama, Eleanor Roosevelt, fue propulsor principal de la Declaración. Un país que mantiene, con Guantánamo, no sólo un crimen de lesa humanidad sino un ejemplo para mandatarios que lo utilizan como coartada.
Da la impresión de que se retrocede en lo avanzado y el futuro se ve mucho más oscuro en este tema de lo que parecía hace unos cuantos años. Los gritos de muchas víctimas de abusos, aparentemente legales o francamente ilegales, se antojan un solo grito que se une a los de épocas que parecían superadas.
Precisamente Job la obra de Enrique Olmos de Ita que obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Manuel Herrera 2008, de Querétaro, es una reflexión desde lo más íntimo sobre el ser humano en su total indefensión ante un secuestro, ilegal en este caso, pero que bien podría trasladarse a Guantánamo.
Tras escuchar cómo el ser humano lanza hoy aquel lamento que reencarna uno de los más bellos y terribles textos de la Biblia, el Job de Enrique Olmos llega a la más desgarradora de las blasfemias que para él se convierte en la más alta muestra del amor a Dios en medio de la injusticia impensable que habita su creación.
Queda para los creyentes decidir si Dios desea, permite o es víctima desde la cruz de la violencia cainita. Para los simples habitantes del mundo contemporáneo queda un paisaje desesperanzado, absurdo, suicida. Porque tiene toda la razón el lema de la Comisión Europea sobre Derechos Humanos: "nos conciernen a todos".
Aun los aparentemente impunes se van volviendo Job. Y todos acabaremos como Job, en un basurero climático, económico, de integrismos religiosos, literalmente irrespirable, increpando a un Dios que cada día se demuestra más impotente ante las brutalidades de su criatura.
Mientras las respuestas se buscan, la realidad se encharca, y autores como el muy joven mexicano Enrique Olmos de Ita realizan una labor profética que debería de ser la meta del teatro actual. Desde distintos tonos, con voces diversas, pero siempre con esa meta.
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