Después de Beckett, su maestro, Harold Pinter -fallecido el día de Nochebuena- ha sido el gran patrón de la dramaturgia contemporánea. Fue el padre espiritual de Mamet, de LaBute, de toda la generación de los In-Yer-Face, los nuevos airados británicos, desde Martin McDonagh hasta Conor McPherson (Escondidos en Brujas, la película sorpresa del verano, era pinteriana hasta la médula) pasando por la suicida Sarah Kane, a quien defendió cuando todo el mundo se rasgaba las vestiduras por Blasted, y su influencia es indiscutible en algunos de nuestros mejores autores, con Benet i Jornet y Llüisa Cunillé a la cabeza. Pinter era un duro, un duro de Hackney. Sobrevivió a los ataques de las bandas antijudías de su barrio de infancia, y al tribunal militar que le condenó por objetor en los durísimos años cincuenta, y a las modas, y a las etiquetas, y a los fascistas que, cada año y, sobre todo, a partir de su comprometidísimo discurso de aceptación del Nobel, en 2005, le acusaron de "izquierdista trasnochado".
El pasado 8 de mayo, con motivo de la reposición de The birthday party, su primera obra, en el Lyric Hammersmith de Londres (el mismo teatro y la misma fecha donde se estrenó 50 años antes), Pinter comentaba, sardónico, que todos los críticos de entonces, a excepción de Harold Hobson, "escribieron que aquel debut sería mi despedida". También erraron los médicos en 2001, al diagnosticarle un cáncer de esófago en fase terminal. Desde entonces hasta su muerte desarrolló una actividad sobrehumana, como escritor, director de escena, guionista (la adaptación de La huella, de Anthony Shaffer, para la secuela dirigida por Kenneth Branagh), activista político (empeñado en lograr la condena de Tony Blair como criminal de guerra) y también actor: protagonizó Apart from that, en BBC / TV, en 2005, y en octubre de 2006 volvió a subir a un escenario para interpretar, en el Royal Court, Krapp's last tape, el monólogo de Beckett, durante nueve funciones a teatro desbordado.
A diferencia de sus compañeros de generación, Pinter no ha dejado de estar presente, año tras año, en la cartelera anglosajona. En la última década he visto en Londres una o dos piezas suyas por temporada, estrenos y reposiciones, algunas dirigidas y protagonizadas por él (doble gozada) y siempre con gran éxito, desmintiendo el estúpido cliché de "autor minoritario" o "difícil". Pocas veces he escuchado tantas carcajadas (y tantos silencios cargados de amenaza) como en No man's land (de nuevo, por cierto, éxito de la temporada en el Duke of York's del West End, con el inmenso Michael Gambon), ni he visto tantas lágrimas como en el despertar de Penelope Wilton en A kind of Alaska. Cuando le dieron el Nobel escribí en estas páginas: "Pinter no es simbólico. Ni absurdo. No necesita dramaturgias ni escenografías que expliquen el concepto. No es realista ni surrealista sino superrealista: su teatro es un concentrado extremo de realidad. Que incluye, naturalmente, los sueños y los deseos secretos y las realidades paralelas, y todo lo que no se dice, y lo que se dice para no decir lo que quiere decirse. Y el dolor, y el humor, un humor que suele ser lírico y feroz al mismo tiempo: el deadpan de los cómicos ingleses, que dejan caer sus frases como gotas de té en mitad de un incendio".
Como Bergman, igualmente acusado de difícil y plomizo, Pinter fue un vitalista radical que siempre se lio a puñetazos con la sombra para arrancarle todos sus velos, para hacer trizas todas sus máscaras. También llovieron sobre él los calificativos de amargo, frío o distante. Le recuerdo en la sala Beckett de Barcelona, en 1998, cuando Sanchis Sinisterra le dedicó un memorable Otoño Pinter. Vino también para apoyar el estreno en España de Ashes to ashes, con Stephen Rea y Lindsay Duncan, en el Mercat de les Flors, y la noche siguiente cayó por el local de Gràcia ("¡Pinter está aquí!") y subió al escenario, entusiasmado, para aplaudir a los intérpretes de Un ligero malestar. Y bebió durante la cena como un cosaco, y cantó blues con su vozarrón de barítono, y le tiró los tejos a Lina Lambert, la protagonista.
Muchos de los asistentes a aquellas funciones, y a los apasionados coloquios que siguieron, descubrirían, pues, a un Pinter cálido, próximo y riente. Lástima que no pudiera organizarse entonces un homenaje paralelo a su trayectoria cinematográfica ("He escrito 29 obras de teatro, pero también 24 guiones", decía, orgulloso) como el que en junio de 2006 le dedicó la BAFTA con una selección de sus mejores trabajos a cargo de su colega David Hare. Para algunos, Pinter era más conocido como el responsable del mejor cine de Losey (con Accidente, de 1966, y El mensajero, 1969, a la cabeza), y, sobre todo, el artífice de la espléndida adaptación de La mujer del teniente francés, la novela de John Fowles que Karel Reisz llevó a la pantalla en 1980 y que le valió una candidatura para los premios Oscar. De esos 24 guiones destacaría otras dos soberbias adaptaciones: The last tycoon, la novela póstuma de Scott Fitzgerald, que se convirtió (El último magnate) en el canto del ci(s)ne de Elia Kazan, y su personalísima versión de la Recherche de Proust, que no llegó a filmarse pero sí se puso en escena en el National de Londres, durante la temporada 2000-2001.