Para nadie es un secreto la separación entre el medio intelectual y el teatro. No es nuevo. La actividad escénica y los grupos de tradición pensante no han sido – a través de la cultura occidental – precisamente muy unidos. Hay, como en todos los casos, una relación de amor y odio que cambia según el reino – o nación – y la época; y desde luego, las excepciones que confirman la regla.
Por otro lado, gran parte de la intelectualidad proviene de las letras. Casi hasta el siglo XIX, (ese tiempo convulso de guerras llamado el de la “emancipación de los pueblos”) también fue la consumación de la soberanía de cierta clase pensante del gremio puramente literario, herencia sin duda del auge del pensamiento ilustrado que diversificó la idea del “pensador”.
El científico, en principio, ganó notoriedad, igualmente otras áreas, como las sociales y económicas. El poder intelectual, que había descansado en la burguesía literaria, de abogados y a veces filósofos, dejó entrar definitivamente a sus colegas químicos, biólogos, médicos, psicólogos y algunos artistas al concierto de pensar el mundo y las sociedades, aunque muchos de ellos ni siquiera se denominarán con estos epítetos tan estilizados.
Pero no actores, ni decoradores o directores de escena –cuyo concepto era aún embrionario– entraron al convivio intelectual en los claustros universitarios, o como parte de la opinión pública calificada en periódicos o revistas, puesto que sólo algunos dramaturgos (escritores al fin de cuentas) podían opinar sobre los temas públicos, es decir, tener una vida intelectual.
Paulatinamente, el dramaturgo pasó de ser un escritor a un animal de teatro. Quizá con excepción de la Rusia zarista y sus epígonos soviéticos el autor de teatro dejó su lugar en la corte de las musas y bajó a los arrabales de la vida. El tránsito fue doloroso y más de las veces confuso, pero necesario, el teatro tiene una responsabilidad con el público; cabalga al mismo tiempo entre el entretenimiento y la sensibilidad estética, entre la venta de boletos e ideas.
En lengua castellana, una buena parte del teatro escrito durante el comienzo de la segunda mitad del siglo XX lo atestigua. Exceso de personajes, didascalias inverosímiles, tramas largas y barrocas. En general un desprecio por el espacio teatral y una predilección por la cultura literaria, es decir, por el libro, por tanto, la preeminencia del lector por encima del espectador. Esta generación fue última que escribió teatro siendo escritores.
Los intelectuales han subestimado tanto al espectador como al manifestante en la plaza pública. El pensamiento se ofrece en la intimidad de la sala de lectura, en las conversaciones de cafés y bares, o en las líneas de periódicos, revistas y actualmente de blogs o publicaciones electrónicas. Para el intelectual latinoamericano, el espectáculo público es una vulgar enajenación propia de las tradiciones religiosas. El intelectual sale a la calle y se ofrece al mundo para comprar el periódico o presentar su último libro (o el del colega, por su puesto).
Hay un síndrome de intelectuales afectos al cine. Saben mucho de la pantalla grande y disertan sobre ella, pero ignoran al teatro sin pudor. Tengo la impresión de que, aprovechando las ventajas de la vida moderna, ven sus películas en la comodidad de sus habitaciones o acuden a las salas de cine en la premier o estrenos (para salir en la foto, desde luego). Sucede también con los intelectuales melómanos. Hablan de música y compran las últimas novedades sonoras, pero no acuden a recitales.
En México, y quizá en otras partes de la lengua castellana, el intelectual escribió teatro, o quiso hacerlo. Ejemplos sobran, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Jorge Cuesta (según Miguel Capistran), Octavio Paz y hasta Carlos Fuentes. Recientemente Juan Villoro. Sin mucho éxito en la escena y con una lejanía absoluta de los fenómenos teatrales. La excepción, en México, siempre será Hugo Hiriart y de otro modo (menos excepcional) Vicente Leñero.
Desafortunadamente, el exilio español no acuñó un teatro tan prodigioso como en otras áreas de la literatura, especialmente en la poesía y el ensayo. Posiblemente en ese momento hacer teatro y consolidar un grupo era más complicado que escribir un buen poema o escudriñar en las ideas humanas. Una legión de españoles dramaturgos en el exilio, con una fuerte presencia, habría cambiado radicalmente el momento actual del teatro en Hispanoamérica.
De los integrantes del boom latinoamericano, algunos probaron las mieles de las tablas (Vargas Llosa y Cortázar, por ejemplo) y su agridulce resultado los alejó. Ninguno destacó especialmente en este género.
Así, la intelectualidad se refugió en sus asuntos, en sus cofradías, peleas, en sus argumentos e ideologías, y el teatro, o ese grupo de personas que realizan profesionalmente arte escénico, creó su colección de pensadores, reducido y formado principalmente por dramaturgos y críticos, aunque con una fuerte presencia de directores, cada vez ganando más terreno. Quizá sin saberlo, inauguraban la intelectualidad propia del quehacer teatral.
En Hispanoamérica, los intelectuales del teatro han cimentado sus propios hábitos y circuitos de promoción y divulgación, aunque pobres y básicamente marginales en comparación con los “otros intelectuales”. Es común ver en festivales literarios una ausencia de dramaturgos o críticos de teatro, por ejemplo.
Quizá como en ningún otro género literario, la academia ha contribuido a sumar nombres propios a la intelectualidad teatral. Investigadores y artistas han entrado y salido de las aulas.
Comenzado el siglo XXI, ante el débil pronunciamiento de los narradores, historiadores y poetas dentro de la dramaturgia, y los escritores para la escena expulsados a su vez del terreno de las ideas o con apariciones esporádicas dentro de la opinión pública, han ido suscribiendo día a día, el divorcio.
Prueba de esta tendencia es la revista Letras Libres, que generalmente habla de libros, de escritores, de pensadores, acaso de políticos. Siempre de cine (le han dedicado un número). Pero de teatro muy poco o casi nada. Y como esta revista, casi todas las “intelectuales” que se escriben en lengua castellana. El teatro tiene sus propias publicaciones, dicen.
Si uno revisa las propagandas literarias locales, marginales, regionales e hispanoamericanas –como Letras Libres, repito– la ausencia del teatro, de la dramaturgia, es pasmosa. Ya antes la tradición de Vuelta que comandaba Octavio Paz anunciaba este desdén.
Los suplementos culturales, con un poco de suerte, tienen un crítico de teatro. Pero muchos ignoran no sólo las puestas en escena sino los libros de teatro, estudios, discusiones y tendencias, por no hablar de los actores, escenográfos e iluminadores. Esta subestimación de la dramaturgia y del teatro en tanto materia viva de una cultura es fundamentalmente hispanoamericana. En otras constelaciones artísticas y geográficas el abismo no es tan evidente. Señalar culpables es ocioso, y quizá inexacto, puesto que es una tendencia que se resiste a morir, habrá que esperar a que los escritores dictaminen la muerte de la dramaturgia en tanto género literario y su definitiva incorporación al campo de las artes escénicas.
Y aunque esta muerte ha sido de sobra profetizada, habrá que esperar también que los dramaturgos acepten su lugar en la jerarquía teatral. Lo interesante será ver cómo evoluciona este encuentro (que lleva años, por otro lado), esta mutación definitiva de escritores teatreros; y finalmente observar si el dramaturgo sabe responder a la tiranía del intelectual más poderoso dentro del teatro actual: el director de escena.
Al respecto, reproduzco una entrevista al director de teatro David Hevia, precisamente en Letras Libres (número de octubre de 2007) que en un sorpresivo ejercicio incluyó no sólo una entrevista – no es muy común en ellos – sino un tema teatral, cuyo artífice es el director de escena (faltaba más) Antonio Castro.
Actor y director de escena, David Hevia fue colaborador de Juan José Gurrola, con quien codirigió Catálogo razonado de Juan García Ponce. En 1992, fue invitado por Roberto Ciulli a la compañía alemana Theater an der Ruhr, de la que formó parte por diez años. De vuelta en México, ha dirigido, entre otras, Hermanas de Antón Chéjov, Día de campo de Fernando de Ita y Los ladrones de Friedrich Schiller. Su último estreno, En la meta...de Thomas Bernhard, se presenta en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico.
Me llama la atención tu trayectoria porque eres director y actor. Tiende a haber una inclinación, pero en tu caso hay un equilibrio muy inusual entre las dos profesiones.
Cuando empecé a hacer teatro, yo quería dirigir. Entré al CUT y Ludwik Margules me dijo que era muy joven y que tenía que actuar. Lo hice, pero nunca dejé de dirigir. Para mí las dos cosas siempre han estado juntas. A veces tenemos una idea muy especializada del teatro.
¿Cómo fue que trabajaste con Gurrola, otro actor director?
Él daba un taller de dirección en el CUT todos los sábados. Me inscribí y nos entendimos muy bien. Me llamaba mucho la atención que un ser tan feo, tan desorganizado, tan arrogante tuviera esa enorme sensibilidad para entender las cosas. Te permitía una libertad creativa que no se parecía en nada a los ejercicios de abstracción y lujuria de mis otros maestros. Me abrió un universo que me permitió pensar el teatro de otra manera. De él aprendí la valentía, la irreverencia, a trabajar con tu mundo interior, a no amoldarte, a destruir para volver a crear: el reino del caos como un motor.
¿Cómo conociste a Ciulli?
Pues cuando vino en los noventa, vio una obra mía y le gustó. Me dijo que estaba buscando un actor como yo, vendí todo y me fui. Yo no hablaba alemán. Me dieron una beca del Instituto Goethe. No sabía qué me iba a pasar. Ciulli me dijo que probara seis meses y me quedé diez años. Todavía colaboramos. En unos meses me voy a dirigirles una obra de Max Frisch.
Los alemanes encuentran en el teatro el espacio para discutir sus problemas.
Así es. Es muy emocionante. Los estrenos son comentados en las editoriales de los periódicos. El teatro es un gran acontecimiento social. Eso fue lo que me hizo quedarme.
¿Qué obras hiciste con Ciulli?
Lo primero fue Los bajos fondos de Gorki. La verdad es que aprendí alemán en el escenario. En aquella época no podía ni pedir tres bolillos porque sonaba a obra de teatro. Luego hice algo que se llamó Teatro cómico, basado en una obra de Goldoni. La dramaturgia era muy interesante.
En el teatro mexicano no existe la figura del dramaturgo o dramaturgista.
No, y es muy importante. Es el superyó del director, el que pone lineamientos. El director trabaja con los actores con muchísima libertad, mientras que el dramaturgista se encarga de acomodar los elementos. Está en todos los ensayos, adecua el lenguaje, las situaciones. Hace la versión final.
¿Cómo es el trabajo de Ciulli con los actores?
Tienes la obligación de crear y de proponer todo el tiempo. Nadie se espera a que les digan qué hacer. Llegas al ensayo y propones. El director es el primer espectador, el primer ojo, que va dirigiendo esa mirada, esa energía creativa del actor. Es muy distinto de lo que ocurre en México donde los actores, particularmente los hombres, son muy pasivos, no imaginan, no se pueden tocar, no pueden llorar, no pueden hacer el ridículo, se lo impiden siempre. Los buenos actores aquí parecen una caja de zapatos: siempre se ven igual. Las mujeres, sin embargo, tienen una necesidad enorme de expresarse, supongo que por ser un país machista, se dejan tocar, se dejan enloquecer. Por eso tenemos actrices como Margarita Sanz. Tenemos buenos actores, pero se echan a perder rápido. La televisión agrede mucho.
¿Cuál fue la primera obra que dirigiste en Alemania?
La primera con todo el aparato del Theater an der Ruhr fue El despertar de la primavera de Frank Wedekind. Tuvo mucho éxito por lo que me invitaron a hacer Romeo y Julieta. Después monté una pieza de un autor nuevo.
En varias puestas tuyas figura el tema de la despolitización. Con bastante ironía, pero hay una visión de la juventud como una entidad decadente, pasiva, desechable.
Siempre me ha hartado que alguien se considere apolítico, cosa muy común, por cierto, en el teatro mexicano. Es algo que me inquieta mucho. Y de ahí que los temas de mis puestas tengan que ver con esa insistencia de que el teatro tiene un poder transformador en la sociedad. Cualquier acto que hagas es político: estés de acuerdo o no. Yo he visto gente que sale cambiada del teatro.
Heiner Müller decía que la gran obligación política del teatro es movilizar la imaginación del espectador.
Plantear preguntas. No creo que una obra de teatro vaya a salvar el mundo ni nos vaya a dar la solución pero, en el proceso de llevar algo a escena, yo siento la enorme necesidad de decir algo para provocar. Si no tiene incidencia social, el teatro no tiene sentido.
Háblanos de tu último estreno. ¿Por qué montar a Thomas Bernhard?
Me gusta que no tenga pelos en la lengua, que no ponga comas ni puntos. A través de esa gramática no gramática logra que estés pensando todo el tiempo. Lo tienes que ir descubriendo. No puedes hacer psicología con él.
Me llama la atención esa generación de autores austriacos. Un país que vive en una razonable y aburrida comodidad produce voces como Elfriede Jelinek, Peter Handke y Thomas Bernhard, unos insolentes que viven diciendo lo que nadie quiere oír.
Son muy pertinentes para nosotros porque la sociedad austriaca, aunque no parezca, guarda sus similitudes con la mexicana: es hipócrita, católica y ridícula. Tengo una relación con México igual a la que ellos tienen con Austria: odio-amor. Odiamos la falsedad, la solemnidad, la doble moral. Ese vals que hacen en Viena a fin de año, por ejemplo, es una ridiculez que podría ocurrir en Ciudad Satélite o en Villa Coapa. La insolencia de Bernhard me resulta muy elocuente. No es como la nueva dramaturgia alemana, que por cierto varios mexicanos están imitando, con cincuenta cuartillas de insultos. Puta, pendeja, tortillera de mierda, pinches mexicanos, los odio, maricones. En Alemania, René Pollesch y Falk Richter encontraron un lenguaje, pero se está desgastando solito.
¿Cómo ves la relación director-autor en el teatro mexicano?
Estamos muy separados. Está el departamento de los autores y, en otro lugar muy lejano, el de los directores. Hace falta generosidad de los dos lados. Ahora que hubo un encuentro de dramaturgos en Querétaro estuve ahí por accidente. Me sorprendió ver que no había directores. No entiendo por qué no nos invitan. No creo que un encuentro de dramaturgos deba ser un evento privado, donde no hay directores, no hay actores, no hay escenógrafos. Es ridículo. Los autores tienen todo que aprender de los demás; en especial de los actores. Ellos sólo te voltean a ver y te dicen: esto no lo puedo decir, no me alcanza el aire o no sé qué estoy diciendo.
Es una fractura muy real. La idea de comunidad teatral es muy abstracta. Nos comportamos como individuos, pero nos dedicamos a un arte colectivo.
Y lo mismo sucede con el público. Ahora que está en riesgo el Teatro Helénico, me sorprende que el público no se queje, que no haya nadie que diga “a mí no me van a cerrar la opción de ver otro tipo de teatro”. Pareciera que es un problema exclusivo de la comunidad teatral. Por alguna razón, no se sienten afectados. No sé... Tal vez nos falta convocarlos.